Resulta un tópico afirmar que la
cultura clásica griega es la cuna de la civilización occidental. Pero es sólo
cuando uno se acerca a esa cultura cuando se da cuenta de hasta qué punto eso
es así y cómo nuestro pensamiento y comportamiento son semejantes a los que
tuvieron aquellas gentes a pesar de los 2.500 años transcurridos.
En el periodo histórico que duró
aproximadamente 1000 años, desde que los milesios dieron el paso del ‘mito’ al
‘logos’ en el siglo VI a. C., hasta las postrimerías de la edad antigua, cuando
el pensamiento helenista desapareció barrido por las hordas bárbaras, hay un
momento particularmente importante donde el saber humano llegó a su cenit. Fue en
Atenas, en la segunda mitad del siglo V, el llamado siglo de Pericles, cuando
se produjo en la filosofía griega el giro antropológico, y fueron Sócrates y
los sofistas los protagonistas indiscutibles del evento.
Y, como suele ocurrir en la
vida, este fenómeno surge de la confrontación, del enfrentamiento, pues Sócrates
y los sofistas, aún teniendo muchas cosas en común (estudian los mismos
problemas, comparten la misma idea de la
bondad del hombre, su confianza en la razón o la necesidad de
fundamentar la práctica política en bases racionales), presentan, no obstante,
diferencias irreconciliables tanto en su doctrina como en su método.
Respecto a la primera, los
sofistas se presentan como relativistas (de ahí el ‘hombre-medida’ de
Protágoras en alusión a que todas las opiniones tienen el mismo valor) y como
escépticos (siendo su máximo representante Gorgias para el que todas las
opiniones eran falsas). Sin verdades de valor universal que nos sirvan de
referencia, el objetivo que mueve a los hombres se centra en conseguir el éxito
social y político, en base a la capacidad para convencer (por la oratoria
preferentemente) y llegar así a acuerdos útiles para la convivencia (no hay que
olvidar que en Atenas se había establecido la democracia). La verdad como
referencia es sustituida por la utilidad.
Consecuentemente, el método que
siguen es educar (paideia) a los ciudadanos en la virtud (areté), pero entendiendo
por tal la capacitación para el triunfo político. Los sofistas se presentaban,
pues, como maestros del saber y cobraban por sus enseñanzas.
Por el contrario, Sócrates no
cobraba porque no se consideraba a sí mismo un maestro; es más, afirmaba que
era un ignorante (“Solo sé que no sé nada”) y, por tanto, quería aprender. Y
ello era así porque, al contrario que los sofistas, Sócrates estaba convencido
de la existencia de verdades universales y valores morales absolutos. Y tales
saberes se adquieren, no imponiendo normas a otros como hacían los sofistas,
sino mediante una actitud personal en la vida que consise en examinarse a sí
mismo para descubrir en su interior el ‘logos’, el conocimiento del bien, la
virtud y la justicia.
La verdad la lleva cada uno en
sí mismo y tiene que descubrirla, decía. De ahí el programa de sabiduría que
asume: “Conócete a ti mismo”, sacado de la máxima délfica. Que el hombre
conozca a través de sí mismo es lo más importante. Cuenta para ello con un
recurso poderoso, común a todos los hombres: la razón. Es mediante la misma
como se alcanza la ciencia (episteme), tal como proclamó Parménides y no a
través de los sentidos, como dijo Heráclito, por cuya senda solo se llega a la
opinión (doxa).
Con tales planteamientos
filosóficos resulta comprensible el extraordinario comportamiento que tuvo
tanto en la vida como en la muerte, lo que hizo de él el filósofo por
excelencia. Sócrates dedicó su vida a investigar la condición humana, tratando
de convencer a sus conciudadanos para que le acompañasen en la búsqueda de la
verdad, a fin de llevar una vida virtuosa y feliz que sirviese a su vez como
fundamento para organizar la ciudad de forma justa (para Sócrates el Estado y
el individuo van indisolublemente unidos). Su teoría filosófica moral es el
‘intelectualismo moral’, en la que el saber y la moral coinciden.
El método que utilizó para
convencer a los atenienses fue el de la ‘maiéutica’ o diálogo socrático.
Ejecutaba éste en dos fases. Una primera, la ‘erística’, en la que con hábiles
preguntas hacía que su interlocutor se contradijese y reconociese su ignorancia,
para en una segunda fase, la ‘maiéutica’ propiamente dicha, ir excluyendo la
relatividad y parcialidad de las opiniones particulares mediante un diálogo
razonado, buscando aquello en lo que todos coinciden. El acuerdo al que se llega
(la definición) adquiere rango de valor universal y ése será el concepto que
habrá que tener en cuenta.
Como es bien sabido, el vencedor
de esta disputa fue Sócrates por mor de los dos mayores genios de la filosofía
universal que le sucedieron: Platón y Aristóteles. Afortunadamente, pues, de no
haber sido así, el mundo habría quedado privado del pensamiento más excelso
jamás alcanzado por el hombre.
Esta lección de la historia, que
hemos recibido de la mano de Sócrates y los sofistas, creo que tiene especial
interés en la actualidad, porque, conducidos por el postmodernismo, se está
imponiendo de nuevo el relativismo y el escepticismo de los viejos sofistas.
Historia de la filosofía antigua
II (8-9-2016)
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