domingo, 19 de julio de 2015

Giordano Bruno


Vida y obras
Giordano Bruno (1548-1600) fue el más original de los pensadores renacentistas. Trató de combinar, en una síntesis audaz, neoplatonismo, hermetismo y magia. Coetáneo de Kepler y Galileo (un poco más joven), su doctrina inspiró a filósofos como Spinoza y Hegel.
Nacido en Nola, entró en el convento de Santo Domingo de Nápoles, del que tuvo que huir para evitar ser condenado por hereje. Se refugió en el Norte (Génova, Turín, Venecia…) para acabar en Ginebra, donde frecuentó ambientes calvinistas, aunque no tardó en chocar con los teólogos de esa religión.
Pasó posteriormente a Francia y estuvo primero en Toulouse y después en París, donde logró atraerse la protección de Enrique III. Viajó a Inglaterra con el séquito del embajador francés y vivió en Londres. Pasó una temporada en Oxford, de donde tuvo que poner pies en polvorosa porque le acusaron de plagiar a Marsilio Ficino. Volvió a París para comprobar que había perdido los favores del rey, teniendo que huir de nuevo, después de un tempestuoso choque con los aristotélicos. Esta vez se decidió por la Alemania luterana. Instalado momentáneamente en Wittenberg, donde elogió públicamente al luteranismo, intentó en vano conseguir los favores del emperador Rodolfo II de Habsburgo y se trasladó posteriormente a Helmstädt, donde pasó a formar parte de la comunidad luterana, de la que fue expulsado apenas un año después. Regresó a Italia donde fue denunciado al Santo Oficio. En 1592 comenzó en Venecia el proceso de Bruno, que acabó con una retracción de éste.
Refugiado en Roma, fue sometido a un nuevo proceso, pero esta vez se negó a retractarse por lo que fue condenado a ser quemado vivo, cosa que ocurrió en el Campo dei Fiori, el 17 de febrero de 1600.
Las obras de Bruno son muy numerosas. Entre ellas podemos destacar El fabricante de velas; De umbris idearum; La cena de las cenizas; De la causa, principio y uno; De los heroicos furores; Del infinito universo y mundos; etc.
Características de su pensamiento
Para comprender el mensaje de un filósofo es preciso captar el núcleo de su pensamiento, el origen de sus concepciones y el espíritu que les infunde vida. El rasgo más distintivo del pensamiento de Bruno es el carácter mágico-hermético.
Bruno sigue las huellas de los magos-filósofos renacentistas como ya hiciera Ficino, pero sin la precaución que se tomó éste al mantenerse dentro de los límites de la ortodoxia cristiana. Por el contrario, Bruno se propuso llegar a las últimas consecuencias. Más aún: cabe interpretar el pensamiento bruniano como una especie de gnosis renacentista, un mensaje de salvación con el sello de la religiosidad egipcia, como la que aspiran a tener los escritos herméticos. Su neoplatonismo sirve de base y de armazón conceptual a esta visión religiosa y se ajusta continuamente a sus exigencias.
Según F. A. Yates, experta en nuestro autor, la filosofía de Bruno es fundamentalmente hermética (al final del escrito se explican estos conceptos). Él era un mago hermético del tipo más radical, con una especie de misión mágico-religiosa. Bruno, sigue explicando Yates, reconduce la magia renacentista hasta sus fuentes paganas, abandonando los débiles intentos de Ficino, que se proponía elaborar una magia innocua, ocultando su fuente principal, el Asclepius (en el que se enseñaba a construir ídolos y amuletos, y que había sido condenado por San Agustín), escarneciendo violentamente a los herméticos religiosos (que eran muy numerosos durante la época renacentista) que habían creído basar un hermetismo cristiano prescindiendo del Asclepius y proclamándose un egipcio convencido, que deplora la destrucción –por parte de los cristianos- del culto a los dioses naturales de Grecia y de la religión a través de la cual los egipcios habían alcanzado las ideas divinas, el sol inteligible, el Uno del neoplatonismo.
El egipcianismo de Bruno es una religión, la “buena religión”, destruida por el cristianismo, a la que hay que regresar y de la cual él se siente profeta, con la misión de hacerla revivir. Consideraba Bruno que la religión mágica egipcia era una experiencia teúrgica y extática genuinamente neoplatónica, una ascensión hacia el Uno. Así era, de hecho, puesto que el egipcianismo hermético se reducía al egipcianismo interpretado por los neoplatónicos de la antigüedad tardía.
Bruno estuvo, no obstante, influido por el gran aparato que Ficino y Pico de la Mirándola pusieron en movimiento, con toda su fuerza psicológica, sus asociaciones cabalísticas y cristianas, su sincretismo abarcador de diversas posturas filosóficas y religiosas, antiguas y medievales, y asimismo, con su magia.
La filosofía de Bruno se comprende mejor si tenemos en cuenta la época en la que le tocó vivir, segunda mitad del siglo XVI. Efectivamente, esta época se caracterizó por las terribles manifestaciones de intolerancia religiosa. Para hacer frente a tal situación, muchos renacentistas buscaron refugio en la tolerancia del hermetismo religioso, una vía que podía conducir a la unión de las diversas sectas que luchaban entre sí.
Finalmente, propugna Bruno una reforma moral, acentuando la importancia de las buenas obras en su dimensión social y de una ética que responde a criterios de utilidad social.
Es evidente, como consecuencia, que Bruno no podía coincidir con los católicos ni con los protestantes (en último término, ni siquiera podía llamarse cristiano, porque acabó por poner en duda la divinidad de Cristo y los dogmas fundamentales del cristianismo), y que los apoyos que buscó –primero en un sitio y luego en otro- no eran otra cosa que apoyos tácticos para realizar su propia reforma. Esto fue, precisamente, lo que provocó violentas reacciones en todos los ambientes en que enseñó. No podía formar parte de ninguna secta, porque su objetivo consistía en fundar su nueva religión. No obstante, estuvo ebrio de Dios (para utilizar una expresión atribuida a Spinoza), y el infinito fue su principio y su fin. Se trata, empero, de una Divinidad y de un infinito de carácter neopagano, que gracias al aparato conceptual del neoplatonismo –que Nicolás de Cusa y Ficino habían hecho resurgir- podía manifestarse casi a la perfección.
Arte de la memoria (mnemotecnia) y arte mágico-hermético
Las primeras obras de Bruno están dedicadas a la mnemotecnia y entre ellas destaca sobre todo el De umbris idearum, redactado en París y dedicado a Enrique III. Sin embargo, incluso su mnemotecnia se halla teñida de fuertes componentes mágico-herméticos. El arte de la memoria era muy antiguo. Los oradores romanos, para memorizar sus discursos, asociaban la estructura y la sucesión de conceptos y de argumentos a favor de dichos conceptos a un edificio y a la sucesión de sus partes. La mnemotecnia resurgió en el renacimiento y alcanzó su grado culminante con Giordano Bruno. F. Yates resume en estos términos la concepción renacentista de la mnemotecnia y la contribución realizada por Bruno:
“En el Renacimiento (el arte de la memoria) se puso de moda entre los neoplatónicos y los herméticos. Se le consideraba como un método que imprimía imágenes fundamentales y arquetipos en la memoria, que presuponía, como sistema de localización mnemótica, el orden cósmico mismo y permitía así un profundo conocimiento del universo. Esta concepción ya se ponía en evidencia a través del pasaje del De vita coelius comparanda, en el que Ficino escribe que las imágenes o los colores planetarios, memorizados en la manera en que habían sido reproducidos en el techo de una habitación (mediante frescos ordenados de acuerdo con los cánones exactos de las correspondencias mágico-simpáticas), le servían –a quien los hubiese aprendido de este modo- como principio organizador de todos los fenómenos con los que uno se topase al salir de casa.”
Según Yates, además, “la experiencia hermética de la reflexión sobre el universo a través de la mente se encuentra en la base de la memoria mágica renacentista. La mnemótica clásica, fundamentada  en lugares e imágenes, hay que entenderla y aplicarla en el ámbito de la memoria mágica renacentista como método para obtener aquella experiencia hermética, imprimiendo en la memoria imágenes arquetípicas o mágicamente activadas. Empleando imágenes mágicas o talismáticas en calidad de imágenes mnemóticas, el mago aspiraba a conseguir conocimiento y poderes universales, adquiriendo –mediante la organización mágica de la imaginación- una personalidad dotada de poderes mágicos, en sintonía, por así decirlo, con los del cosmos. Esta singular transformación o adaptación del arte clásico de la memoria a lo largo del renacimiento, posee una historia previa a Giordano Bruno, pero con éste alcanza su punto culminante”.
En el De umbris idearum Bruno se remite expresamente a Hermes Trismegistos, convencido de que la religión egipcia es mejor que la cristiana, en la medida en que es una religión de la mente, que se realiza superando el culto al sol, imagen visible del sol ideal que es el intelecto.
Las “sombras de las ideas” no son las cosas sensibles, sino más bien (en el contexto propio de Bruno) las imágenes mágicas, que reflejan las ideas de la mente divina y de las cuales las cosas sensibles son copia. Al imprimir en la mente estas imágenes mágicas se obtendrá una especie de reflejo de todo el universo en la mente, adquiriendo así una maravillosa potenciación de la memoria y un reforzamiento global de las capacidades operativas del hombre.
La obra prosigue con la presentación de una serie de listas de imágenes, en las que Bruno se basa para organizar el sistema de la memoria. Al igual que había empezado a hacer Ficino, otorga a su construcción un fundamento plotiniano.
El Bruno parisiense, pues, con la obra dedicada nada menos que a Enrique III, se presenta como exponente y renovador de la tradición mágico-hermética inaugurada por Ficino, pero en un sentido mucho más radical: ya no le interesa la conciliación que Ficino propone entre esta doctrina y la dogmática cristiana, y se muestra decidido a llegar hasta el final de este camino.


El universo de Bruno y su significado
Bruno expuso en Oxford una visión copernicana del universo, centrada en la concepción heliocéntrica y en la infinidad del cosmos, relacionándola con la magia astral y con el culto solar tal como Ficino lo había propuesto, hasta el punto de que uno de los sabios “halló que tanto la primera como la segunda lección habían sido extraídas, casi palabra por palabra, de las obras de Marsilio Ficino”. Esto provocó un escándalo, que obligó a Bruno a despedirse con presteza de los “pedantes gramáticos” de Oxford, que no habían entendido nada de su mensaje. La imagen de sí que quería dar, por tanto, era la del mago renacentista, que propone la nueva religión egipcia de la revelación hermética, el culto del deus in rebus, del Dios que está presente en las cosas, afirmando que “Mercurio egipcio sapientísimo”, es decir, Hermes Trismegistos, es la fuente de sabiduría. La visión del “dios en las cosas” está expresamente vinculada con la magia, entendida como sabiduría proveniente del “sol inteligible”, que se revela al mundo en grados variables. La magia, sostiene Bruno, “puesto que versa sobre los principios sobrenaturales, es divina; y en la medida en que versa sobre la contemplación de la naturaleza y escruta sus secretos, es natural; y se le llama intermediaria y matemática, porque se dedica a las razones y actos del alma, que se halla en el horizonte de lo corporal y lo espiritual, espiritual e intelectual”.
El egipcianismo de Bruno es una forma de religión paganizante, sobre la que él quisiera fundar una reforma moral universal. ¿En qué consisten sus fundamentos filosóficos? Dichos fundamentos proceden básicamente del neoplatonismo, pero en Bruno reciben nuevos matices y un acento muy notable de tipo panteísta, junto con la insistencia en algunos elementos eleáticos y la introducción explícita de temas de Avicebrón.
Por encima de todo, Bruno admite la existencia de una causa o un principio supremo, que también denomina “mente sobre las cosas”, de lo que deriva todo lo demás, pero que permanece incognoscible para nosotros. Todo el universo es obra de este primer principio; pero del conocimiento de sus efectos no puede uno remontarse al conocimiento de la causa, al igual que, a partir de la visión de una estatua, no se puede llegar a la visión del escultor que la ha construido. Este principio no es más que el Uno plotiniano, replanteado por un renacentista. Bruno escribe: “De la divina substancia, por ser infinita y por hallarse muy alejada de los efectos que constituyen el término último de nuestra facultad discursiva, nada podemos conocer, si no es a la manera de vestigio, como dicen los platónicos…”. Bruno añade que la comparación con la estatua es, en gran medida, inadecuada, porque la estatua –que está acabada- puede ser conocida en su plenitud; el universo, en cambio, es infinito, y “sucede que con mucha menos razón conoceremos por su efecto al primer principio o causa”.
Se equivocaría quien concediese a tales afirmaciones sobre la trascendencia del primer principio un significado que solo puede tener en un contexto de metafísico creacionista. En efecto, aquí nos encontramos en un contexto de metafísica procesionista plotiniana, y dichas afirmaciones poseen el sentido que les otorga lo que viene a continuación.
Al igual que en Plotino el intelecto procede del principio supremo, Bruno también habla de un intelecto universal, pero lo entiende –de una forma inmamentista más marcada- como mente en las cosas. Más exactamente, es una facultad del alma universal, de la que surgen todas las formas inmanentes a la materia y con la que constituye un todo inseparable:
“Esto afirma el Nolano, que existe un intelecto que da el ser a todas las cosas y las informa, llamada por los mismos “origen que las formas”; una materia, con la cual se hace y se forma cada cosa, que todos llaman “receptáculo de las formas”.” La estructura hilemórfica de la realidad es concebida, en consecuencia, de un modo muy diferente al aristotélico: las formas son la estructura dinámica de la materia, “van y vienen, se terminan y se renuevan”, porque todo está animado, todo está vivo. El alma del mundo se halla en cada cosa y el intelecto universal está presente en el alma, fuente perenne de formas que  se renuevan continuamente.
En Bruno, Dios se convierte en inmanente y la vida del cosmos se convierte en vida divina, en el infinito expandirse de la misma vida de Dios. Por eso se comprende que en este contexto Dios y naturaleza, forma y materia, acto y potencia, acaben por coincidir, hasta el punto de que Bruno puede escribir: “Por lo cual no es difícil u oneroso acabar por admitir que el todo, según la substancia, es uno, como quizás entendió Parménides, tratado innoblemente por Aristóteles.”
La infinitud del Todo y el significado que Bruno otorga a la revolución copernicana
Lo infinito se convierte en símbolo representativo de la concepción filosófica de Giordano Bruno. Si la Causa o el primer Principio es infinito, también ha de serlo el efecto.
Sobre esta misma base, Bruno no sólo apoya la infinitud del mundo en general, sino también –volviendo a utilizar la idea de Epicuro y de Lucrecio- la infinitud en el sentido de la existencia de mundos infinitos semejantes al nuestro, con otros planetas y otras estrellas. “y esto es lo que se llama universo infinito, en el que hay innumerables mundos”.
La vida es infinita, porque en nosotros viven infinitos individuos, al igual que en todas las cosas compuestas. Morir no es morir, porque “nada se aniquila”, por lo tanto, morir no es más que una mutación accidental, mientras que lo que muta permanece eternamente. ¿Por qué se da, entonces, esta mutación? ¿Por qué la materia particular siempre busca otra forma? ¿Busca quizás otro ser? Bruno responde, de una forma bastante ingeniosa, que la mutación no busca “otro ser” (que está ya todo, siempre), “sino otro modo de ser” Y en esto reside precisamente la diferencia entre el universo y cada una de las cosas de éste: “Aquél abarca todo el ser y todos los modos de ser, cada una de éstas tiene todo el ser, pero no todos los modos de ser.”
Desde este punto de vista, Bruno puede afirmar que el universo es esferiforme y al mismo tiempo infinito, y escribe con audacia: “Parménides dijo que el uno era igual, desde todas sus partes, a sí mismo, y Meliso afirma que es infinito; entre ellos no existe contradicción, sino que el uno aclara más bien al otro.”
El concepto de Dios como “esfera que posee el centro en todas partes y la circunferencia en ningún lugar”, que aparece por primera vez en un tratado hermético y que Nicolás de Cusa hizo famoso, le sirve perfectamente a Bruno, y es sobre esta base donde se lleva a cabo la conciliación antes citada.
A modo de conclusión, citaremos otra de las muchas y hermosísimas consideraciones de Bruno sobre lo infinito. Dios es todo infinito y totalmente infinito, porque es todo y también totalmente en cada una de las partes del todo. El universo, como efecto que procede de Dios, es todo infinito, pero no totalmente infinito, porque es todo en todo, pero no totalmente en todas sus partes (no puede ser infinito del mismo modo en que lo es Dios, causa de todo en todas sus partes).
Ahora estamos en condiciones de entender las razones de la entusiástica aceptación de la revolución copernicana por parte de Bruno. En efecto, el heliocentrismo a) concordaba a la perfección con su gnosis hermética, que atribuía al sol –símbolo del intelecto- un significado muy peculiar, y b) le permitía dejar sin efecto la estrecha visión de los aristotélicos, que defendía la finitud del universo, con lo cual se desvanecían todas las murallas fantásticas de los cielos, sin límites hasta el infinito.
Los “heroicos furores”
Desde la perspectiva de Bruno, la contemplación plotiniana y el hacerse uno con el Todo se convierte en “heroico furor”. También en el caso de Bruno hay que retroceder ascendiendo, recorriendo en sentido inverso el descenso que se produjo desde el principio hasta lo principiado. En Bruno, empero, la contemplación se transforma en una forma de “endiosamiento”, que es furor de amor, anhelo de convertirse en uno con la cosa anhelada, en el que el éxtasis plotiniano se transforma en experiencia mágica. (Ficino ya había denominado “furor divino” el amor que conduce al hombre a “endiosarse”). Yates escribe: “Pienso que aquello a lo que en realidad se refieren las experiencias religiosas que se describen en el De los heroicos furores es a la gnosis hermética, la mística poesía amorosa del hombre mago, que fue creado divino, con poderes divinos, y que se dispone a reconquistar este atributo de la divinidad, junto con los correspondientes poderes. Por consiguiente, aunque De los heroicos furores puede ofrecer escasos elementos mágicos explícitos, esta obra es, por así decirlo, el diario espiritual de un hombre que aspiró a ser un mago religioso.”
El elemento central del libro y el sentido de los “heroicos furores” reside en el mito del cazador Acteón, que vio a Diana y de cazador fue transformado en ciervo, es decir, en pieza de caza, y que fue destrozado por sus perros. Diana es símbolo de la Divinidad inmanente en la naturaleza y Acteón simboliza el intelecto que se propone la caza de la verdad y de la belleza divinas; los mastines y los lebreles de Acteón simbolizan, en el primer caso (son los más fuertes), las voliciones, y en el segundo (son los más veloces), los pensamientos.
Acteón, pues, se ve convertido en aquello que buscaba (pieza de caza), y sus perros (pensamientos y voliciones) hacen presa de él. ¿Por qué? Porque la verdad buscada está en nosotros mismos, y cuando descubrimos esto, nos convertimos en anhelo de nuestros propios pensamientos y comprendemos que “teniéndola ya nosotros, no era necesario buscar fuera la divinidad”. Bruno concluye lo siguiente: “Una vez que los perros, pensamientos de cosas divinas, devoran a este Acteón, matándolo para el vulgo, para la muchedumbre, desatado de los lazos de los sentidos perturbados, libre de la prisión carnal de la materia, ya no verá a su Diana por un agujero o por una ventana, sino que habiendo caído a tierra las murallas, es todo ojos con respecto a todo el horizonte.” Cuando culmina el “heroico furor” el hombre todo entero ve todo, porque se ha asimilado a este todo.
Conclusiones
Sin ninguna duda, Bruno es uno de los filósofos más difíciles de entender y en el ámbito de la filosofía renacentista, el más complejo de todos.
Ello provoca las exégesis tan diversas que se han formulado con respecto a su pensamiento. Sin embargo, en el estado actual de nuestros conocimientos, hay que revisar muchas de las conclusiones que se habían extraído en épocas pasadas. No parece posible transformarlo en precursor de la revolución del pensamiento moderno, en el sentido propio de la revolución científica. Sus intereses eran de naturaleza muy distinta, mágico-religiosos y metafísicos. Su defensa de la revolución copernicana se basa en factores completamente distintos a aquellos en que se había basado Copérnico, hasta el punto de que se ha llegado a dudar de que Bruno haya entendido el sentido científico de tal doctrina. Tampoco es posible conceder relevancia al aspecto matematizante de muchos de sus escritos, dado que la matemática bruniana no es más que numerología pitagorizante y, por tanto, metafísica.
En definitiva, Giordano Bruno –con su visión vitalista y mágica- no es un pensador moderno, en el sentido de que no se anticipa a los descubrimientos del siglo XX, apoyados en bases muy distintas. No obstante, Bruno se anticipa de un modo sorprendente a ciertas posiciones de Spinoza y, sobre todo, de los románticos. La embriaguez de Dios y de lo infinito, que es peculiar de estos filósofos, ya se encuentra en muchas páginas de Bruno. Schelling es el pensador que mostrará, por lo menos durante una fase de su pensamiento, una más destacada afinidad electiva con nuestro filósofo. Bruno, precisamente, es el título de una de las obras  más bellas y más sugerentes de Schelling. En conjunto, la obra de Bruno señala una de las cimas del renacimiento y, al mismo tiempo, uno de los finales más representativos de esta época irrepetible del pensamiento occidental.
Los “profetas” y los “magos” orientales y paganos, considerados por los renacentistas como fundadores del pensamiento teológico y filosófico: Hermes Trismegistos, Zoroastro y Orfeo
A Hermes Trismegistos se le atribuye el ‘Corpus Hermeticum’. Su figura mítica hace referencia al dios egipcio Toth, a quien se atribuye la invención de las letras del alfabeto y de la escritura, escriba de los dioses y, en consecuencia, revelador, profeta e intérprete. Cuando los griegos entraron en conocimiento de este dios egipcio, pensaron que mostraba muchas analogías con su dios Hermes (el dios Mercurio de los romanos), intérprete y mensajero de los dioses. Lo calificaron con el adjetivo “Trismegistos” que significa “Tres veces máximo”.
Al Zoroastro del Renacimiento se le atribuyeron los ‘Oráculos Caldeos’. En realidad fueron escritos por Juliano “el Teurgo”, hijo de Juliano el “Caldeo”, contemporáneo de Marco Aurelio.
Al Orfeo renacentista se le atribuyen los ‘Himnos Órficos’. Junto a doctrinas que se remontan al orfismo originario, contienen doctrinas estoicas y doctrinas provenientes del ambiente filosófico y teológico alejandrino.
Estos autores y sus producciones fueron tenidos por auténticos por muchos humanistas-renacentistas, pero no cabe duda de que cometieron un gigantesco error histórico que afectó en no pequeño grado a sus teorías.
Algo parecido podemos decir de la ‘Cábala’, a la que acudió Pico dela Mirándola para elaborar su pensamiento. La ‘Cabala’ es una doctrina mítica ligada a la teología hebrea, que se presenta como una revelación especial hecha por Dios a los judíos, con el fin de conocerlo mejor y de entender mejor la Biblia. Conjunta dos aspectos: uno teórico-doctrinal y otro práctico-mágico.
En realidad, la Cabala es de origen medieval y manifiesta influjos helenísticos (desde cierta perspectiva muestra analogías con los escritos herméticos, con los ‘Oráculos caldeos’ y con el Orfismo). No obstante, los fundadores de la Cábala afirmaron que se remontaba a la más antigua tradición judía.


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