Vida y obras
Giordano Bruno (1548-1600) fue
el más original de los pensadores renacentistas. Trató de combinar, en una
síntesis audaz, neoplatonismo, hermetismo y magia. Coetáneo de Kepler y Galileo
(un poco más joven), su doctrina inspiró a filósofos como Spinoza y Hegel.
Nacido en Nola, entró en el
convento de Santo Domingo de Nápoles, del que tuvo que huir para evitar ser
condenado por hereje. Se refugió en el Norte (Génova, Turín, Venecia…) para
acabar en Ginebra, donde frecuentó ambientes calvinistas, aunque no tardó en
chocar con los teólogos de esa religión.
Pasó posteriormente a Francia y
estuvo primero en Toulouse y después en París, donde logró atraerse la
protección de Enrique III. Viajó a Inglaterra con el séquito del embajador francés
y vivió en Londres. Pasó una temporada en Oxford, de donde tuvo que poner pies
en polvorosa porque le acusaron de plagiar a Marsilio Ficino. Volvió a París
para comprobar que había perdido los favores del rey, teniendo que huir de
nuevo, después de un tempestuoso choque con los aristotélicos. Esta vez se
decidió por la Alemania
luterana. Instalado momentáneamente en Wittenberg, donde elogió públicamente al
luteranismo, intentó en vano conseguir los favores del emperador Rodolfo II de
Habsburgo y se trasladó posteriormente a Helmstädt, donde pasó a formar parte
de la comunidad luterana, de la que fue expulsado apenas un año después.
Regresó a Italia donde fue denunciado al Santo Oficio. En 1592 comenzó en
Venecia el proceso de Bruno, que acabó con una retracción de éste.
Refugiado en Roma, fue sometido
a un nuevo proceso, pero esta vez se negó a retractarse por lo que fue
condenado a ser quemado vivo, cosa que ocurrió en el Campo dei Fiori, el 17 de febrero de 1600.
Las obras de
Bruno son muy numerosas. Entre ellas podemos destacar El fabricante de velas; De umbris idearum; La cena de las cenizas; De
la causa, principio y uno; De los heroicos furores; Del infinito universo y
mundos; etc.
Características de su
pensamiento
Para comprender el mensaje de un
filósofo es preciso captar el núcleo de su pensamiento, el origen de sus concepciones
y el espíritu que les infunde vida. El rasgo más distintivo del pensamiento de
Bruno es el carácter mágico-hermético.
Bruno sigue las huellas de los
magos-filósofos renacentistas como ya hiciera Ficino, pero sin la precaución
que se tomó éste al mantenerse dentro de los límites de la ortodoxia cristiana.
Por el contrario, Bruno se propuso llegar a las últimas consecuencias. Más aún:
cabe interpretar el pensamiento bruniano como una especie de gnosis
renacentista, un mensaje de salvación con el sello de la religiosidad egipcia,
como la que aspiran a tener los escritos herméticos. Su neoplatonismo sirve de
base y de armazón conceptual a esta visión religiosa y se ajusta continuamente
a sus exigencias.
Según F. A. Yates, experta en
nuestro autor, la filosofía de Bruno es fundamentalmente hermética (al final
del escrito se explican estos conceptos). Él era un mago hermético del tipo más
radical, con una especie de misión mágico-religiosa. Bruno, sigue explicando
Yates, reconduce la magia renacentista hasta sus fuentes paganas, abandonando
los débiles intentos de Ficino, que se proponía elaborar una magia innocua,
ocultando su fuente principal, el Asclepius
(en el que se enseñaba a construir ídolos y amuletos, y que había sido
condenado por San Agustín), escarneciendo violentamente a los herméticos
religiosos (que eran muy numerosos durante la época renacentista) que habían creído
basar un hermetismo cristiano prescindiendo del Asclepius y proclamándose un egipcio convencido, que deplora la
destrucción –por parte de los cristianos- del culto a los dioses naturales de
Grecia y de la religión a través de la cual los egipcios habían alcanzado las
ideas divinas, el sol inteligible, el Uno del neoplatonismo.
El egipcianismo de Bruno es una
religión, la “buena religión”, destruida por el cristianismo, a la que hay que
regresar y de la cual él se siente profeta, con la misión de hacerla revivir.
Consideraba Bruno que la religión mágica egipcia era una experiencia teúrgica y
extática genuinamente neoplatónica, una ascensión hacia el Uno. Así era, de
hecho, puesto que el egipcianismo hermético se reducía al egipcianismo
interpretado por los neoplatónicos de la antigüedad tardía.
Bruno estuvo, no obstante,
influido por el gran aparato que Ficino y Pico de la Mirándola pusieron en
movimiento, con toda su fuerza psicológica, sus asociaciones cabalísticas y
cristianas, su sincretismo abarcador de diversas posturas filosóficas y
religiosas, antiguas y medievales, y asimismo, con su magia.
La filosofía de Bruno se
comprende mejor si tenemos en cuenta la época en la que le tocó vivir, segunda
mitad del siglo XVI. Efectivamente, esta época se caracterizó por las terribles
manifestaciones de intolerancia religiosa. Para hacer frente a tal situación,
muchos renacentistas buscaron refugio en la tolerancia del hermetismo
religioso, una vía que podía conducir a la unión de las diversas sectas que
luchaban entre sí.
Finalmente, propugna Bruno una
reforma moral, acentuando la importancia de las buenas obras en su dimensión
social y de una ética que responde a criterios de utilidad social.
Es evidente, como
consecuencia, que Bruno no podía coincidir con los católicos ni con los
protestantes (en último término, ni siquiera podía llamarse cristiano, porque
acabó por poner en duda la divinidad de Cristo y los dogmas fundamentales del
cristianismo), y que los apoyos que buscó –primero en un sitio y luego en otro-
no eran otra cosa que apoyos tácticos para realizar su propia reforma. Esto
fue, precisamente, lo que provocó violentas reacciones en todos los ambientes
en que enseñó. No podía formar parte de ninguna secta, porque su objetivo
consistía en fundar su nueva religión. No obstante, estuvo ebrio de Dios (para
utilizar una expresión atribuida a Spinoza), y el infinito fue su principio y
su fin. Se trata, empero, de una Divinidad y de un infinito de carácter
neopagano, que gracias al aparato conceptual del neoplatonismo –que Nicolás de
Cusa y Ficino habían hecho resurgir- podía manifestarse casi a la perfección.
Arte de la memoria
(mnemotecnia) y arte mágico-hermético
Las primeras obras de Bruno
están dedicadas a la mnemotecnia y entre ellas destaca sobre todo el De umbris idearum, redactado en París y
dedicado a Enrique III. Sin embargo, incluso su mnemotecnia se halla teñida de
fuertes componentes mágico-herméticos. El arte de la memoria era muy antiguo.
Los oradores romanos, para memorizar sus discursos, asociaban la estructura y
la sucesión de conceptos y de argumentos a favor de dichos conceptos a un
edificio y a la sucesión de sus partes. La mnemotecnia resurgió en el
renacimiento y alcanzó su grado culminante con Giordano Bruno. F. Yates resume
en estos términos la concepción renacentista de la mnemotecnia y la contribución
realizada por Bruno:
“En el Renacimiento (el arte de
la memoria) se puso de moda entre los neoplatónicos y los herméticos. Se le
consideraba como un método que imprimía imágenes fundamentales y arquetipos en
la memoria, que presuponía, como sistema de localización mnemótica, el orden
cósmico mismo y permitía así un profundo conocimiento del universo. Esta
concepción ya se ponía en evidencia a través del pasaje del De vita coelius comparanda, en el que
Ficino escribe que las imágenes o los colores planetarios, memorizados en la
manera en que habían sido reproducidos en el techo de una habitación (mediante
frescos ordenados de acuerdo con los cánones exactos de las correspondencias
mágico-simpáticas), le servían –a quien los hubiese aprendido de este modo-
como principio organizador de todos los fenómenos con los que uno se topase al
salir de casa.”
Según Yates, además, “la
experiencia hermética de la reflexión sobre el universo a través de la mente se
encuentra en la base de la memoria mágica renacentista. La mnemótica clásica,
fundamentada en lugares e imágenes, hay
que entenderla y aplicarla en el ámbito de la memoria mágica renacentista como
método para obtener aquella experiencia hermética, imprimiendo en la memoria
imágenes arquetípicas o mágicamente activadas. Empleando imágenes mágicas o
talismáticas en calidad de imágenes mnemóticas, el mago aspiraba a conseguir
conocimiento y poderes universales, adquiriendo –mediante la organización
mágica de la imaginación- una personalidad dotada de poderes mágicos, en
sintonía, por así decirlo, con los del cosmos. Esta singular transformación o
adaptación del arte clásico de la memoria a lo largo del renacimiento, posee
una historia previa a Giordano Bruno, pero con éste alcanza su punto
culminante”.
En el De umbris idearum Bruno se remite expresamente a Hermes
Trismegistos, convencido de que la religión egipcia es mejor que la cristiana,
en la medida en que es una religión de la mente, que se realiza superando el
culto al sol, imagen visible del sol ideal que es el intelecto.
Las “sombras de las ideas” no
son las cosas sensibles, sino más bien (en el contexto propio de Bruno) las
imágenes mágicas, que reflejan las ideas de la mente divina y de las cuales las
cosas sensibles son copia. Al imprimir en la mente estas imágenes mágicas se
obtendrá una especie de reflejo de todo el universo en la mente, adquiriendo
así una maravillosa potenciación de la memoria y un reforzamiento global de las
capacidades operativas del hombre.
La obra prosigue con la
presentación de una serie de listas de imágenes, en las que Bruno se basa para
organizar el sistema de la memoria. Al igual que había empezado a hacer Ficino,
otorga a su construcción un fundamento plotiniano.
El Bruno
parisiense, pues, con la obra dedicada nada menos que a Enrique III, se
presenta como exponente y renovador de la tradición mágico-hermética inaugurada
por Ficino, pero en un sentido mucho más radical: ya no le interesa la
conciliación que Ficino propone entre esta doctrina y la dogmática cristiana, y
se muestra decidido a llegar hasta el final de este camino.
El universo de Bruno y su significado
Bruno expuso en Oxford una
visión copernicana del universo, centrada en la concepción heliocéntrica y en
la infinidad del cosmos, relacionándola con la magia astral y con el culto
solar tal como Ficino lo había propuesto, hasta el punto de que uno de los
sabios “halló que tanto la primera como la segunda lección habían sido
extraídas, casi palabra por palabra, de las obras de Marsilio Ficino”. Esto
provocó un escándalo, que obligó a Bruno a despedirse con presteza de los
“pedantes gramáticos” de Oxford, que no habían entendido nada de su mensaje. La
imagen de sí que quería dar, por tanto, era la del mago renacentista, que
propone la nueva religión egipcia de la revelación hermética, el culto del deus in rebus, del Dios que está
presente en las cosas, afirmando que “Mercurio egipcio sapientísimo”, es decir,
Hermes Trismegistos, es la fuente de sabiduría. La visión del “dios en las
cosas” está expresamente vinculada con la magia, entendida como sabiduría
proveniente del “sol inteligible”, que se revela al mundo en grados variables.
La magia, sostiene Bruno, “puesto que versa sobre los principios
sobrenaturales, es divina; y en la medida en que versa sobre la contemplación
de la naturaleza y escruta sus secretos, es natural; y se le llama
intermediaria y matemática, porque se dedica a las razones y actos del alma,
que se halla en el horizonte de lo corporal y lo espiritual, espiritual e
intelectual”.
El egipcianismo de Bruno es una
forma de religión paganizante, sobre la que él quisiera fundar una reforma
moral universal. ¿En qué consisten sus fundamentos filosóficos? Dichos
fundamentos proceden básicamente del neoplatonismo, pero en Bruno reciben
nuevos matices y un acento muy notable de tipo panteísta, junto con la
insistencia en algunos elementos eleáticos y la introducción explícita de temas
de Avicebrón.
Por encima de todo, Bruno admite
la existencia de una causa o un principio supremo, que también denomina “mente sobre
las cosas”, de lo que deriva todo lo demás, pero que permanece incognoscible
para nosotros. Todo el universo es obra de este primer principio; pero del
conocimiento de sus efectos no puede uno remontarse al conocimiento de la
causa, al igual que, a partir de la visión de una estatua, no se puede llegar a
la visión del escultor que la ha construido. Este principio no es más que el
Uno plotiniano, replanteado por un renacentista. Bruno escribe: “De la divina
substancia, por ser infinita y por hallarse muy alejada de los efectos que
constituyen el término último de nuestra facultad discursiva, nada podemos
conocer, si no es a la manera de vestigio, como dicen los platónicos…”. Bruno
añade que la comparación con la estatua es, en gran medida, inadecuada, porque
la estatua –que está acabada- puede ser conocida en su plenitud; el universo,
en cambio, es infinito, y “sucede que con mucha menos razón conoceremos por su
efecto al primer principio o causa”.
Se equivocaría quien concediese
a tales afirmaciones sobre la trascendencia del primer principio un significado
que solo puede tener en un contexto de metafísico creacionista. En efecto, aquí
nos encontramos en un contexto de metafísica procesionista plotiniana, y dichas
afirmaciones poseen el sentido que les otorga lo que viene a continuación.
Al igual que en Plotino el
intelecto procede del principio supremo, Bruno también habla de un intelecto
universal, pero lo entiende –de una forma inmamentista más marcada- como mente
en las cosas. Más exactamente, es una facultad del alma universal, de la que
surgen todas las formas inmanentes a la materia y con la que constituye un todo
inseparable:
“Esto afirma el Nolano, que
existe un intelecto que da el ser a todas las cosas y las informa, llamada por
los mismos “origen que las formas”; una materia, con la cual se hace y se forma
cada cosa, que todos llaman “receptáculo de las formas”.” La estructura
hilemórfica de la realidad es concebida, en consecuencia, de un modo muy
diferente al aristotélico: las formas son la estructura dinámica de la materia,
“van y vienen, se terminan y se renuevan”, porque todo está animado, todo está
vivo. El alma del mundo se halla en cada cosa y el intelecto universal está
presente en el alma, fuente perenne de formas que se renuevan continuamente.
En Bruno, Dios se
convierte en inmanente y la vida del cosmos se convierte en vida divina, en el
infinito expandirse de la misma vida de Dios. Por eso se comprende que en este
contexto Dios y naturaleza, forma y materia, acto y potencia, acaben por
coincidir, hasta el punto de que Bruno puede escribir: “Por lo cual no es
difícil u oneroso acabar por admitir que el todo, según la substancia, es uno,
como quizás entendió Parménides, tratado innoblemente por Aristóteles.”
La infinitud del Todo y el
significado que Bruno otorga a la revolución copernicana
Lo infinito se convierte en
símbolo representativo de la concepción filosófica de Giordano Bruno. Si la Causa o el primer Principio
es infinito, también ha de serlo el efecto.
Sobre esta misma base, Bruno no
sólo apoya la infinitud del mundo en general, sino también –volviendo a
utilizar la idea de Epicuro y de Lucrecio- la infinitud en el sentido de la
existencia de mundos infinitos semejantes al nuestro, con otros planetas y
otras estrellas. “y esto es lo que se llama universo infinito, en el que hay
innumerables mundos”.
La vida es infinita, porque en
nosotros viven infinitos individuos, al igual que en todas las cosas
compuestas. Morir no es morir, porque “nada se aniquila”, por lo tanto, morir
no es más que una mutación accidental, mientras que lo que muta permanece
eternamente. ¿Por qué se da, entonces, esta mutación? ¿Por qué la materia
particular siempre busca otra forma? ¿Busca quizás otro ser? Bruno responde, de
una forma bastante ingeniosa, que la mutación no busca “otro ser” (que está ya
todo, siempre), “sino otro modo de ser” Y en esto reside precisamente la
diferencia entre el universo y cada una de las cosas de éste: “Aquél abarca
todo el ser y todos los modos de ser, cada una de éstas tiene todo el ser, pero
no todos los modos de ser.”
Desde este punto de vista, Bruno
puede afirmar que el universo es esferiforme y al mismo tiempo infinito, y
escribe con audacia: “Parménides dijo que el uno era igual, desde todas sus
partes, a sí mismo, y Meliso afirma que es infinito; entre ellos no existe
contradicción, sino que el uno aclara más bien al otro.”
El concepto de Dios como “esfera
que posee el centro en todas partes y la circunferencia en ningún lugar”, que
aparece por primera vez en un tratado hermético y que Nicolás de Cusa hizo
famoso, le sirve perfectamente a Bruno, y es sobre esta base donde se lleva a
cabo la conciliación antes citada.
A modo de conclusión, citaremos
otra de las muchas y hermosísimas consideraciones de Bruno sobre lo infinito.
Dios es todo infinito y totalmente infinito, porque es todo y también
totalmente en cada una de las partes del todo. El universo, como efecto que
procede de Dios, es todo infinito, pero no totalmente infinito, porque es todo
en todo, pero no totalmente en todas sus partes (no puede ser infinito del
mismo modo en que lo es Dios, causa de todo en todas sus partes).
Ahora estamos en
condiciones de entender las razones de la entusiástica aceptación de la
revolución copernicana por parte de Bruno. En efecto, el heliocentrismo a)
concordaba a la perfección con su gnosis hermética, que atribuía al sol
–símbolo del intelecto- un significado muy peculiar, y b) le permitía dejar sin
efecto la estrecha visión de los aristotélicos, que defendía la finitud del
universo, con lo cual se desvanecían todas las murallas fantásticas de los
cielos, sin límites hasta el infinito.
Los “heroicos furores”
Desde la perspectiva de Bruno,
la contemplación plotiniana y el hacerse uno con el Todo se convierte en
“heroico furor”. También en el caso de Bruno hay que retroceder ascendiendo,
recorriendo en sentido inverso el descenso que se produjo desde el principio
hasta lo principiado. En Bruno, empero, la contemplación se transforma en una
forma de “endiosamiento”, que es furor de amor, anhelo de convertirse en uno
con la cosa anhelada, en el que el éxtasis plotiniano se transforma en
experiencia mágica. (Ficino ya había denominado “furor divino” el amor que
conduce al hombre a “endiosarse”). Yates escribe: “Pienso que aquello a lo que
en realidad se refieren las experiencias religiosas que se describen en el De los heroicos furores es a la gnosis
hermética, la mística poesía amorosa del hombre mago, que fue creado divino,
con poderes divinos, y que se dispone a reconquistar este atributo de la
divinidad, junto con los correspondientes poderes. Por consiguiente, aunque De los heroicos furores puede ofrecer
escasos elementos mágicos explícitos, esta obra es, por así decirlo, el diario
espiritual de un hombre que aspiró a ser un mago religioso.”
El elemento central del libro y
el sentido de los “heroicos furores” reside en el mito del cazador Acteón, que
vio a Diana y de cazador fue transformado en ciervo, es decir, en pieza de
caza, y que fue destrozado por sus perros. Diana es símbolo de la Divinidad inmanente en
la naturaleza y Acteón simboliza el intelecto que se propone la caza de la
verdad y de la belleza divinas; los mastines y los lebreles de Acteón
simbolizan, en el primer caso (son los más fuertes), las voliciones, y en el
segundo (son los más veloces), los pensamientos.
Acteón, pues, se
ve convertido en aquello que buscaba (pieza de caza), y sus perros
(pensamientos y voliciones) hacen presa de él. ¿Por qué? Porque la verdad
buscada está en nosotros mismos, y cuando descubrimos esto, nos convertimos en
anhelo de nuestros propios pensamientos y comprendemos que “teniéndola ya
nosotros, no era necesario buscar fuera la divinidad”. Bruno concluye lo
siguiente: “Una vez que los perros, pensamientos de cosas divinas, devoran a
este Acteón, matándolo para el vulgo, para la muchedumbre, desatado de los
lazos de los sentidos perturbados, libre de la prisión carnal de la materia, ya
no verá a su Diana por un agujero o por una ventana, sino que habiendo caído a
tierra las murallas, es todo ojos con respecto a todo el horizonte.” Cuando
culmina el “heroico furor” el hombre todo entero ve todo, porque se ha
asimilado a este todo.
Conclusiones
Sin ninguna duda, Bruno es uno
de los filósofos más difíciles de entender y en el ámbito de la filosofía renacentista,
el más complejo de todos.
Ello provoca las exégesis tan
diversas que se han formulado con respecto a su pensamiento. Sin embargo, en el
estado actual de nuestros conocimientos, hay que revisar muchas de las
conclusiones que se habían extraído en épocas pasadas. No parece posible
transformarlo en precursor de la revolución del pensamiento moderno, en el
sentido propio de la revolución científica. Sus intereses eran de naturaleza
muy distinta, mágico-religiosos y metafísicos. Su defensa de la revolución
copernicana se basa en factores completamente distintos a aquellos en que se
había basado Copérnico, hasta el punto de que se ha llegado a dudar de que
Bruno haya entendido el sentido científico de tal doctrina. Tampoco es posible
conceder relevancia al aspecto matematizante de muchos de sus escritos, dado
que la matemática bruniana no es más que numerología pitagorizante y, por
tanto, metafísica.
En definitiva,
Giordano Bruno –con su visión vitalista y mágica- no es un pensador moderno, en
el sentido de que no se anticipa a los descubrimientos del siglo XX, apoyados
en bases muy distintas. No obstante, Bruno se anticipa de un modo sorprendente
a ciertas posiciones de Spinoza y, sobre todo, de los románticos. La embriaguez
de Dios y de lo infinito, que es peculiar de estos filósofos, ya se encuentra
en muchas páginas de Bruno. Schelling es el pensador que mostrará, por lo menos
durante una fase de su pensamiento, una más destacada afinidad electiva con
nuestro filósofo. Bruno,
precisamente, es el título de una de las obras
más bellas y más sugerentes de Schelling. En conjunto, la obra de Bruno
señala una de las cimas del renacimiento y, al mismo tiempo, uno de los finales
más representativos de esta época irrepetible del pensamiento occidental.
Los “profetas” y los “magos”
orientales y paganos, considerados por los renacentistas como fundadores del
pensamiento teológico y filosófico: Hermes Trismegistos, Zoroastro y Orfeo
A Hermes Trismegistos se le
atribuye el ‘Corpus Hermeticum’. Su
figura mítica hace referencia al dios egipcio Toth, a quien se atribuye la
invención de las letras del alfabeto y de la escritura, escriba de los dioses
y, en consecuencia, revelador, profeta e intérprete. Cuando los griegos
entraron en conocimiento de este dios egipcio, pensaron que mostraba muchas
analogías con su dios Hermes (el dios Mercurio de los romanos), intérprete y
mensajero de los dioses. Lo calificaron con el adjetivo “Trismegistos” que
significa “Tres veces máximo”.
Al Zoroastro del Renacimiento se
le atribuyeron los ‘Oráculos Caldeos’.
En realidad fueron escritos por Juliano “el Teurgo”, hijo de Juliano el
“Caldeo”, contemporáneo de Marco Aurelio.
Al Orfeo renacentista se le
atribuyen los ‘Himnos Órficos’. Junto
a doctrinas que se remontan al orfismo originario, contienen doctrinas estoicas
y doctrinas provenientes del ambiente filosófico y teológico alejandrino.
Estos autores y sus producciones
fueron tenidos por auténticos por muchos humanistas-renacentistas, pero no cabe
duda de que cometieron un gigantesco error histórico que afectó en no pequeño
grado a sus teorías.
Algo parecido podemos decir de
la ‘Cábala’, a la que acudió Pico dela Mirándola para elaborar su pensamiento.
La ‘Cabala’ es una doctrina mítica ligada a la teología hebrea, que se presenta
como una revelación especial hecha por Dios a los judíos, con el fin de
conocerlo mejor y de entender mejor la Biblia. Conjunta
dos aspectos: uno teórico-doctrinal y otro práctico-mágico.
En realidad, la Cabala es de origen
medieval y manifiesta influjos helenísticos (desde cierta perspectiva muestra
analogías con los escritos herméticos, con los ‘Oráculos caldeos’ y con el
Orfismo). No obstante, los fundadores de la Cábala afirmaron que se remontaba a la más
antigua tradición judía.
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