viernes, 28 de noviembre de 2014

Democracia liberal y democracia republicana


No existe en la actualidad una teoría universalmente aceptada de lo que se entiende por democracia y de cuáles son sus valores éticos y las reglas del juego por las que se rige, de ahí que haya diversas versiones de la misma. A esta diversificación del concepto ha contribuido el hecho de que en la ciencia política se profundizara la escisión entre una perspectiva normativa y una perspectiva empírica en el estudio de los fenómenos políticos y también de la democracia. Si la perspectiva normativa se ocupa de ideales, de demandas políticas derivadas de una concepción de la naturaleza humana y de una concepción de la libertad, la perspectiva empírica analiza el funcionamiento de la democracia, de los sistemas políticos considerados democráticos con el objetivo de descubrir los mecanismos de diversa índole –social, política, económica, cultural- que permiten el funcionamiento y la estabilidad del sistema. Desde una y otra perspectiva y desde algunas que incluyen elementos de ambas, han surgido multitud de teorías de difícil abarcabilidad. Sin embargo, a efectos prácticos, de cara a lograr una aproximación a un problema de dramática actualidad como es saber qué entendemos por democracia a día de hoy, podemos distinguir entre dos modelos bien distintos, incluso antagónicos. Se trata de la democracia liberal y la democracia republicana.
En líneas generales podemos decir que la primera es la que hay en la actualidad y es defendida por la derecha política, mientras que la segunda es la que debería haber y responde más bien al modelo reivindicado por la izquierda, siendo los argumentos más importantes en que se apoyan unos y otros los siguientes: los liberales son realistas (empiristas) y dicen que “es lo que hay” y, consecuentemente, hay que aceptarlo (el hombre es como es y no puede cambiar). Los republicanos son teóricos (normativos) y dicen que lo que hay es malo y se debe cambiar. Creen que el hombre puede mejorar mediante la educación y una política bien dirigida.
Así las cosas, es fácil deducir que los defensores de la democracia liberal lo tienen más fácil que los republicanos, por cuanto es más fácil conservar -cuentan con el enorme peso de la tradición- que innovar -que supone ir contra corriente-. Los rasgos más característicos de uno y otro modelo son:

Democracia liberal

Se fundamenta en la idea de democracia que tenían Weber y Schumpeter, los cuales la reducían a poco más que un método de elección de gobernantes, en el que destaca la lucha entre reducidos grupos por triunfar en la elección. Este modelo de democracia se enmarca en unas coordenadas teóricas que implican un determinado concepto de la política y de ciudadano coherente con esa idea.
Estos planteamientos fueron seguidos en los años cincuenta del siglo pasado por Anthony Downs en su libro An Economic Theory of Democracy (1957), en el que el autor muestra poco aprecio por la doctrina normativa y aboga por una “visión más cínica de la cosa”: el análisis de lo político tiene que partir de la acción guiada por el interés particular. Downs traslada a su teoría de la democracia las ideas de la ciencia económica.
En este sistema, pues, los partidos (generalmente un sistema bipartidista) compiten entre sí con el único objetivo de hacerse con el poder y lo hacen desde una perspectiva economicista, es decir, a la manera en que las empresas compiten en el mercado para ganar clientes. La única diferencia es que las empresas buscan compradores y los partidos votantes. La política es concebida como un mercado y los votantes (ciudadanos) se guían por principios de beneficio personal, es decir, votan a aquellos líderes que les ofrecen más posibilidades de elevar su nivel material de vida (para ellos y sus familias), entendiendo por tal una mayor posibilidad de consumir. Estamos en la sociedad de consumo.
En este sistema la política se reduce hasta casi desaparecer (se ve más como un engorro que como un beneficio) y los partidos tienen carácter personalista, por lo que se valora mucho al líder. Los militantes desempeñan el papel de seguidores o palmeros, con poco protagonismo en el partido (nada de críticas). Los políticos se convierten así en tecnócratas que gobiernan con criterios racionalistas (aprovechar al máximo los recursos para obtener el mayor beneficio).
Los liberales valoran mucho las tradiciones -por eso se dicen conservadores-, de manera que las religiones, los nacionalismos, la propiedad privada, los privilegios, etcétera, tienen un papel destacado. Defienden un concepto de libertad que se llama negativa que consiste en que el individuo debe tener las menores trabas posibles para ejercer su voluntad y su ideal de vida (hacerse rico, por ejemplo). De ahí el carácter individualista de este sistema y que el papel del Estado se reduzca hasta un nivel que apenas pasa de mantener el orden: el Estado gendarme. Los mercados están desrregulados -el Estado no interviene en la economía- porque se considera que así se genera más riqueza, dejándose a una supuesta ‘mano invisible’ el reparto de la misma.

Efectos perversos de la democracia liberal

Las consecuencias de este sistema están a la vista: entre otras, las desigualdades y las injusticias sociales aumentan, generando el enriquecimiento desmesurado de unos, frente al empobrecimiento absoluto de otros; la producción incontrolada destruye el medio ambiente; y los individuos, sometidos al darwinismo social, se deshumanizan, porque, al poner en el consumo el sentido de sus vidas, se vuelven egoístas e indiferentes al sufrimiento de sus semejantes a los que consideran culpables de su desgracia por no ser suficientemente competitivos.

Democracia republicana

Frente a la democracia de mercado, la democracia republicana (también llamada participativa, deliberativa, fuerte, etcétera) entiende la democracia, no sólo como un método de selección de gobernantes, sino como un objetivo en sí mismo, como un valor en sí mismo. La política tiene un papel preponderante en el ámbito de lo público y los ciudadanos adquieren un gran protagonismo en la toma de decisiones, teniendo un papel mucho más activo en las instituciones (partidos, sindicatos, etcétera). Los valores y normas (leyes) por las que se rige la sociedad son las que los ciudadanos deciden que sean y no las heredadas. La libertad es entendida como positiva, que consiste en que se le da al ciudadano -a todos- la posibilidad de participar en los asuntos públicos (la política). Los ciudadanos tendrán, por tanto, más protagonismo en los partidos políticos, por ejemplo, asumiendo las responsabilidades de la elaboración de la política (programa), elección de representantes y control de los mismos. El papel del Estado adquiere más importancia, pues debe posibilitar la participación de todos en la política, equilibrando, por tanto, el poder económico de los mercados. Los defensores de esta teoría coinciden también en pedir, junto a la ampliación de la participación política, derechos sociales que completen la intensa relación que ven necesaria entre el individuo y la comunidad política.
Este modelo de democracia responde más a un objetivo, un ideal (una utopía) que a una realidad, de ahí la dificultad que presenta. Para empezar requiere un tipo de ciudadano distinto al actual, es decir, al consumista que conocemos, el cual, como queda dicho, piensa y actúa con los criterios de la democracia liberal anteriormente descrita. El ciudadano capaz de materializar la democracia participativa -ciudadano republicano- ha de responder al perfil siguiente:

Perfil del ciudadano republicano

El ciudadano se define precisamente por lo que hace en el proceso democrático, en el sentido de que es el propio proceso el que transforma sustancialmente las expectativas del individuo, el que hace al ciudadano auténtico al permitir el desarrollo de sus propias capacidades. Para este tipo de democracia, la participación política es mucho más que emitir un voto periódicamente e implica un desarrollo más pleno del individuo; requiere procesos amplios de deliberación y de toma de decisión y la cualificación de los participantes para involucrarse en ellos. El elemento democrático básico ya no está tanto en la cuestión de que gobierne la mayoría y de cómo ésta gobierna, sino más bien en el proceso de manifestación de opiniones, en la discusión y en el intento de convencer a los otros. Son rasgos permanentes del republicanismo el énfasis en la deliberación de los ciudadanos y la preocupación por el control del poder, así como la búsqueda de mecanismos para evitar la concentración y permanencia del poder en unas pocas manos y para garantizar la capacidad de los ciudadanos de hacerse oír y pedir cuentas a sus gobernantes.
La participación en la república democrática debe reunir la triple condición de ser reflexiva, crítica y deliberativa. No es devoción ciega, adhesión incondicional ni emoción tribal. El ciudadano republicano ha de atender a la vida pública cuidando de informarse, mantener distancia crítica frente a los poderes y establecer acuerdos que hacen posible la república justa y estable a través de una deliberación abierta en condiciones de liberad y equidad.
Puesto que la libertad está ligada a la ciudadanía, el republicanismo concede la mayor importancia a la virtud cívica, que puede ser definida como disposición al ejercicio activo de los ciudadanos a favor de la política y del interés público. Comprende la prudencia, la integridad moral, la responsabilidad por lo público, la disposición a la deliberación, la solidaridad y el valor cívico.

Críticas a la democracia republicana

Las dificultades que presenta tal transformación del individuo son bien notorias, de ahí las críticas
que recibe la democracia republicana que se manifiestan en los siguientes términos:
Algunas críticas giran en torno a la primacía que le da a lo normativo (teórico) con abandono del conocimiento de la realidad existente, pues los ciudadanos son como son y no como debieran ser. Se le critica, en definitiva, que no opera con una visión realista del hombre y del ciudadano. No toma en consideración que el ciudadano también quiera obtener el máximo beneficio para sus intereses y que sólo en condiciones especiales esté dispuesto a seguir una actividad de cooperación guiada por el bien común.
También se vuelve a escuchar entre los críticos de la democracia participativa la objeción que Tocqueville había formulado ante la democratización de la sociedad: el aumento de la democratización aumenta el peligro del despotismo de la mayoría. También se apunta que, en el caso extremo, se puede producir el despotismo de una vanguardia social o ciudadana –que se proclame a sí misma como tal-, que pretenda convertirse en un guardián permanente de los intereses de una clase o de toda la sociedad.
 Por otro lado se señala que la participación democrática profunda se encuentra realmente ante un dilema: se espera una participación intensa de los ciudadanos cuando éstos carecen de los requisitos para poder llevarla a cabo. La participación ciudadana requiere un alto nivel de información y de cualificación para participar adecuadamente en la formación de la voluntad política y en la toma de decisiones que se propone, pero el ciudadano ni dispone habitualmente de toda la información requerida para ello ni la cualificación necesaria, pues el acceso general a la información sobre las distintas propuestas sobre las que deliberar implica un coste elevado, además de que ese coste no guarda una relación racional con el beneficio a obtener de la participación política. En definitiva, los teóricos de la democracia participativa exigen y esperan mucho más del ciudadano y del demos que lo que la situación presente permite.

Conclusión

Es en este contexto donde, creo, hay que dirigir la mirada hacia los ilustrados para retomar su sentido de la vida, que no era el consumista de hoy, sino el saber, es decir buscaban la felicidad no en la posesión sino en el conocimiento, de ahí la máxima por la que regían sus vidas: ¡Atrévete a saber!

Bibliografía:
La democracia ayer y hoy
Ciudad y ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política
 

Juan Manso

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