El secular contencioso
gibraltareño se parece al Guadiana: aparece y desaparece intermitentemente. La
diferencia está en que en el caso del río las causas son naturales y en el de
la colonia, políticas, es decir, originadas por los gobernantes. Los que
tenemos determinada edad recordamos cómo Franco echaba mano del asunto cuando
le convenía (el que esto subscribe se vio, en su ignorancia juvenil, en alguna
manifestación gritando ¡Gibraltar, español!). A este Gobierno, acorralado por
la crisis, la corrupción y las mentiras, resucitar el tema le viene de perlas.
Nada distrae más, al tiempo que une, que los conflictos relacionados con las
grandes palabras: Dios, Patria, bandera, honor,…
La historia está llena de
ejemplos. Uno, reciente y paradigmático, fue la invasión argentina a las islas
Malvinas en 1982. El gobierno de la dictadura militar, presidido en aquellos
momentos por Galtieri, emprendió esta dramática acción para librarse del acoso
al que era sometido por sus sanguinarias políticas. Otro curioso ejemplo fue el
ideado por un insigne filósofo alemán. Leibniz concibió y presentó al rey
francés Luis XIV el Plan Egipto, que consistía en que los ejércitos del rey Sol
invadiesen las tierras del Nilo. Pretendía conseguir así un doble efecto beneficioso:
la unidad de los estados europeos (por entonces a la greña) y la conversión de
los infieles africanos a la fe cristiana. Afortunadamente, la propuesta, a la
que su autor llamó “Plan para una nueva Guerra Santa”, no se llevó a cabo, a
diferencia de las cruzadas de siglos anteriores.
Salvando las distancias, la
maniobra gibraltareña persigue un objetivo similar: ocultar detrás de los grandes
símbolos la dramática situación de miles de ciudadanos, víctimas de la
incompetencia de unos gobernantes nefastos.
Gijón, 23-8-2013
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