El tema de la
enseñanza preocupa, con razón dada su importancia, a una mayoría de ciudadanos,
por eso resulta conveniente abordar un debate que los políticos hurtan.
En la opinión
de muchos expertos, opinión que comparto, se precisa una reforma de la
enseñanza, aunque sólo sea por el progresivo deterioro en el nivel de
conocimientos con que terminan nuestros alumnos los estudios de enseñanza
obligatoria y bachiller. La Ley
de Calidad aprobada por el PP trata, en principio, de cubrir esta necesidad,
pero, aunque tiene aciertos indudables, el balance final es negativo hasta el
extremo que, en mi opinión, la hace rechazable.
Acierta en
introducir el criterio de que el estudio tiene poco de divertido, más bien, al
contrario, requiere grandes dosis de esfuerzo y sacrificio, por lo que es
necesario inculcar en los alumnos hábitos de trabajo, lectura, disciplina
(tarea que recae fundamentalmente sobre los padres, dicho sea de paso).
Corrige, así, la errónea idea tan en boga en los últimos tiempos de “aprender jugando”. Consecuentemente, se
modifica el sistema de evaluación de los alumnos (exámenes extraordinarios,
repetición de curso, reválida, etcétera), con objeto de aumentar el rigor en el
aprendizaje.
El mayor
defecto (de tal calibre que, como dije antes, la hace rechazable) se produce
como consecuencia de que, al no haber sido consensuada con otros partidos
políticos, la ley refleja la ideología del partido que la impuso, que es, como
se sabe, la del neoliberalismo. Así, además de imponer la religión (con un
pasado tan negro ¿cómo se atreven?), establece la competitividad entre centros,
introduciendo las tremendas discriminaciones de la sociedad neoliberal en la
misma línea de salida de la vida de las personas: la infancia. No cabe mayor
despropósito.
Gijón, 16-11-2003
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