Hay personas que identifican la
pena de muerte y la tortura con la eutanasia y el aborto (el arzobispo de
Oviedo, entre otros, en unas desafortunadas declaraciones). Sin embargo las
diferencias resultan obvias. Las primeras son agresiones que unos individuos
ejercen sobre otros contra la voluntad de éstos. En el segundo caso, la acción
parte del individuo interesado, que ejerce su derecho a disponer libremente de
su cuerpo, bien para evitar sufrimientos innecesarios ante la muerte, bien para
evitar ser madre de forma involuntaria.
Resulta evidente que, puesto que
todos venimos al mundo sin contar con nuestro consentimiento, tenemos derecho a
una vida digna y feliz mientra estemos en él. Es en este contexto donde hay que
situar el aborto y la eutanasia. Obligar por ley a una mujer a tener un hijo
contra su voluntad, supone en la mayoría de los casos condenarla de por vida a
un infierno, luego debería haber razones muy poderosas para infligirle tal castigo.
Se alude al derecho del embrión a realizarse como ser humano. Sin embargo, el
embrión es un proyecto, un ser en potencia, usando términos aristotélicos, pero
no un ser en acto, un ser humano. No es autónomo, sino que necesita del cuerpo
de la madre para su desarrollo, de ahí que ha de prevalecer la voluntad de ésta
para decidir su gestación.
Las cosas cambian si se miran
desde la perspectiva de los creyentes católicos. Éstos vinculan la vida humana
con un alma inmortal, pero no es más que una creencia sin fundamento racional o
científico. Lo único que nos consta, desde Darwin, es que los humanos somos una
especie animal entre otras, producto como todas de una evolución de millones de
años, que se diferencia del resto por haber desarrollado el cerebro que genera
el pensamiento. Cesada por muerte la actividad cerebral, éste desaparece.
Concluyo diciendo que, si bien
hay que respetar el derecho de los creyentes a vivir de acuerdo con sus
creencias, éstas no pueden ser impuestas a los no creyentes.
Gijón, 26-4-2011
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