La beatificación, vía exprés
(‘santo súbito’ reclamaban los más radicales), del anterior Papa culmina un
proceso iniciado por él mismo y continuado por su sucesor, el actual Papa, de
inexorable desmontaje de la obra de modernización y actualización de la Iglesia católica, llevada
a cabo por el Concilio Vaticano II, para devolverla al integrismo religioso en
el que se mantuvo durante siglos.
Lo tuvieron fácil, ya que aprovecharon
la estructura piramidal de poder que caracteriza su organización para renovar
desde la cúspide a la jerarquía eclesiástica, sustituyendo a los obispos
conciliares, comprometidos con el pueblo, vinculados a la teología de la
liberación, respetuosos con el diálogo y las libertades propias de los modernos
sistemas democráticos, por prelados preconciliares, preocupados por la
ortodoxia y obedientes a Roma.
En España se puede apreciar
claramente este proceso. La transición política que siguió a la muerte del
dictador habría sido mucho más difícil sin la colaboración de la Iglesia católica, recién
salida del Concilio. Baste recordar algunos nombres como Tarancón, Añoveros o
Díaz Merchán, por no hablar de los curas obreros.
Mucho han cambiado las cosas desde
entonces. En la actualidad, los obispos vuelven a invadir las calles que
siempre consideraron suyas y, bajo la consigna de evangelizar de nuevo Europa,
intervienen descaradamente en la política usando, no sólo los púlpitos, sino poderosos
medios de comunicación, propiedad suya, para transmitir sus trasnochados
valores. La actitud del arzobispo de Oviedo, reservándose el ‘derecho’ de
aconsejar en el momento oportuno a sus feligreses sobre el partido al que
conviene votar o reivindicando la separación por sexo de los niños en las
escuelas, como en los tiempos más negros de nuestro historia, es un claro
ejemplo del proceso involutivo.
Gijón, 1-5-2011
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