Existe la opinión, más o menos
generalizada, de que la democracia es el único sistema conocido que permite
corregir las milenarias injusticias del mundo. Pero, si esta idea es correcta,
¿cómo explicar que, en la época en la que la democracia está más extendida,
tales injusticias no sólo no desaparecen sino que aumentan? La respuesta nos la
dio Aristóteles hace nada menos que 2400 años, cuando afirmaba que era
imprescindible que se educase a los ciudadanos en los valores que definen el
sistema político en el que pretendían vivir, “Porque”, decía, “de nada sirven
las leyes más útiles, aún ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si
los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si
la legislación es democrática y oligárquicamente si es oligárquica”.
Por otra parte, son cuatro los
cauces habituales de transmisión de esos valores a los ciudadanos: la familia,
la escuela, los partidos políticos y los medios de comunicación. Una
observación detallada permite descubrir que ninguno de estos agentes de
transmisión difunde correctamente la educación democrática en la actualidad. De
hecho, se produce lo que Marx descubrió hace 150 años, que la cultura imperante
es la cultura de la clase dominante. Y ésta es, en los tiempos que corren, la
que tiene el poder económico, es decir, los propietarios de las grandes
multinacionales. Son ellos los que imponen en todo el mundo su cultura, que es
la correspondiente al sistema neoliberal (por cierto, el mismo que nos llevó a
la gran crisis que padecemos).
La cultura (y la ética)
neoliberal nada tiene que ver con la cultura (y la ética) democrática. De ahí
se deduce, si hacemos bueno el análisis ya mencionado de Aristóteles, el
diagnóstico de la enfermedad que padecemos: las democracias actuales no
funcionan porque nos falta la cultura correspondiente.
Conocido el origen del mal
debería ser más fácil la aplicación del remedio.
Gijón, 19-3-2009
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