martes, 19 de agosto de 2014

¿Qué es la democracia?


            La democracia define un sistema de convivencia, es una forma de organizar la sociedad. Fue inventada por los antiguos griegos, concretamente en el año 508 antes de Jesucristo, en Atenas, donde se aplicó durante 180 años. Desapareció luego de la historia hasta que fue retomada en el siglo XVIII, en Europa, por los ilustrados. Estos no sólo retomaron la idea esencial de la democracia como forma de convivencia, sino que la perfeccionaron y le dieron el estado definitivo que es el que ahora tenemos. (Conviene señalar aquí, como cosa curiosa, que mientras en Atenas se estableció la democracia sin apenas resistencia, en Europa se impuso mediante una revolución muy violenta: la Revolución Francesa. Una prueba más de la extraordinaria inteligencia de los antiguos griegos).
             Pero, ¿en qué consiste esa forma de organizar la sociedad que copiaron los ilustrados? ¿Cuál es la esencia de la democracia? Lo que distingue la democracia de otros sistemas de gobierno es que el poder se reparte, se distribuye entre los miembros de la sociedad, entre los ciudadanos. Se dice que el poder se socializa (democracia significa, como se sabe, gobierno del pueblo). La democracia impide, por tanto, que el poder se concentre en un individuo o en un grupo, que es lo que pasa en el resto de los sistemas que se conocen. ¿Por qué esta forma de gobierno es mejor que las otras? ¿En qué consiste su bondad? Para responder a estas preguntas es preciso conocer cómo los atenienses concibieron esa idea y por qué los ilustrados la retomaron. La idea surge de la constatación de la existencia de una ley no escrita, pero que se cumple de manera inexorable en la historia de la humanidad. Se puede definir como que el hombre, cuando tiene el poder, no lo usa para beneficio de los demás, sino en su propio beneficio (fue Lord Acton el que en el siglo XIX definió explícitamente esa ley: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”). Se pueden poner múltiples ejemplos de cómo el poder concentrado en un individuo conduce a las mayores catástrofes. Cito algunos: en los tiempos modernos, la Alemania nazi de Hitler; la Unión Soviética de Stalin; la España de Franco. En la antigüedad podemos reparar en el régimen faraónico de Egipto (ahí están las pirámides como testigos perpetuos de la sinrazón) o la locura sanguinaria de los césares romanos.
         Volviendo a Atenas, la democracia surge como un intento de salir de los continuos enfrentamientos que se producen entre las familias más ricas para hacerse con el poder, llegando al extremo de pedir ayuda a los estados extranjeros para conseguir sus fines (el régimen que tenían entonces era la tiranía).
          El propósito que persigue la democracia se pone de manifiesto cuando se conoce la manera en que los atenienses la aplicaron. La democracia establecía que los dos principales órganos de gobierno de la ciudad eran el consejo y la asamblea. El primero, que puede considerarse como el equivalente al actual poder ejecutivo, estaba formado por un determinado número de miembros que se nombraban por sorteo entre todos los atenienses varones, mayores de 30 años. La duración del cargo era de un año y un individuo sólo podía ser elegido para formar parte del consejo en dos ocasiones a lo largo de su vida (la obsesión de los griegos por controlar el poder llegaba al extremo de crear un procedimiento de inspección de todos los miembros nuevos del consejo antes y después del desempeño de sus funciones). Todas las decisiones importantes que afectaban a la ciudad eran tomadas en la asamblea después de ser debatidas. Las decisiones se tomaban por mayoría en votación a mano alzada. En la asamblea podían participar todos los atenienses varones.
               La administración de la justicia estaba a cargo de los magistrados y era la parte menos democrática del sistema, ya que estos debían ser elegidos entre los candidatos que tenían una cantidad importante de bienes.
          De la vida pública quedaban excluidas las mujeres, a las que no se las consideraba con capacidad de raciocinio; los esclavos, a los que consideraban objetos no humanos de propiedad y los habitantes que no eran de origen ateniense. Pero estas exclusiones se daban en todos los sistemas políticos de los estados griegos. La novedad residía en que ahora todos los ciudadanos varones estaban incluidos por igual en el sistema. Un ciudadano varón podía formar parte del consejo, ser nombrado por sorteo para ocupar una magistratura menor o asistir a una gran asamblea para emitir su voto o incluso (si tenía valor suficiente) pronunciar un discurso acerca de los temas básicos cotidianos, de la conveniencia o no de emprender una guerra, o de quién debía sufragar determinados gastos o quién era merecedor de recibir honores y quién no. En los temas controvertidos, podría alzar la mano para que su voto fuera contabilizado. (Para apreciar la diferencia se puede tener en cuenta que en Esparta, en el curso de la elección de los magistrados, a los espartistas se les pedía que gritaran al oír el nombre de su candidato favorito, y las autoridades decidían cuál había sido el más aclamado. Incluso Aristóteles consideraba que ese espectáculo parecía un juego de chiquillos). En Atenas cada ciudadano varón valía un voto, y nada más que uno, ya fuera simple mozo de cuerda, cabrero o refinado aristócrata. Al tener que elegir y evidenciar así las predilecciones, la gente no tardó en aprender a reflexionar y a tomar posiciones después de informarse debidamente. La consecuencia sería un gobierno al que podría llamarse cualquier cosa menos gobierno del populacho.
              Lo más llamativo con todo resulta la férrea voluntad participativa de todos los ciudadanos. Como bien observó un especialista moderno de la historia de la democracia ateniense, M. H. Hansen, “para nuestra forma de pensar, debía de ser una cosa mortalmente aburrida; el hecho de que los atenienses lo hicieran año tras año durante siglos demuestra que su actitud ante este tipo de rutinas tuvo que ser muy distinta de la nuestra. Es evidente que disfrutaban de la participación en sus instituciones políticas como un valor en sí mismo”.
              Con dos breves interrupciones, esa democracia evolucionó y fue el régimen ateniense durante más de 180 años. Desde nuestra perspectiva, era notablemente directa. No se trataba en absoluto de una “democracia representativa” que eligiera a delegados locales para que “representaran” a sus votantes o sus propias carreras y prejuicios. Toda su preocupación consistía en poner coto a los bloques de poder o a las facciones que pretendieran imponer su voluntad, con el fin de llegar a una fragmentación, no a una representación. En opinión de muchos autores modernos, el uso del sorteo fue el sello distintivo de la democracia ateniense. En realidad, no se tiene constancia de que la democracia introdujera ninguna novedad en la asignación de los cargos por sorteo. Como práctica griega, el uso del sorteo tenía en cualquier caso una larga tradición anterior a la democracia, por no hablar de su empleo como reparto equitativo entre hermanos coherederos. Tampoco fueron abolidos los requisitos de propiedad en el caso de los altos magistrados de la democracia. Éstos debían ser elegidos, pero sólo entre candidatos que poseyeran una cantidad importante de bienes. Por lo que se sabe estos magistrados, así como los miembros del consejo, todavía no cobraban remuneración alguna. Pero lo importante era que la duración de su cargo estaba limitada a un año y que no constituían un “gobierno” con un “mandato” concebido por ellos mismos. El poder residía en la asamblea, y en esa asamblea cada ciudadano era un voto, y sólo uno.
                 Como queda dicho más arriba, fueron los ilustrados del siglo XVIII los que se percataron de que el sistema democrático era la mejor manera de afrontar los problemas que presenta la convivencia. Además, partían de una considerable ventaja respecto a los antiguos griegos. Disponían de una experiencia histórica y cultural mucho mayor. Esto les permitió corregir los graves errores que aún tenía la democracia griega. Efectivamente, no basta que las decisiones se tomen por mayoría para garantizar que estas sean justas. Era necesario introducir en el sistema un nuevo concepto que contemplase la justicia: fue el Estado de Derecho. Éste establece que todas las acciones  que se ejercen en la vida pública han de estar sujetas al imperio de la ley, empezando por las decisiones que se tomen en el parlamento.
                Un instrumento básico del Estado de Derecho es la Constitución (también llamada Carta Magna). Viene a ser como una Ley de leyes y contiene las normas básicas de las que deriva toda la acción democrática. Las Constituciones para que sean democráticas han de ser aprobadas en referéndum por el conjunto de la población, después de haber sido elaboradas por una asamblea constituyente. Pero han de contener, además, lo que se llaman los principios democráticos de convivencia, los derechos y libertades fundamentales. Actualmente, estos principios están recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos decretada por la ONU en 1948. Estos derechos, que inspiran las leyes fundamentales, tienen una naturaleza especial. Se trata de que se pueden deducir racionalmente con la misma seguridad con que los científicos llegan a distinguir, siguiendo el método científico, lo que es verdadero de lo que no lo es. Por ejemplo, sabemos (con el propio rigor de las matemáticas) que a la razón le repugna la idea de que se condene a un inocente, o sea, de que se castigue a alguien por un delito que no ha cometido. A partir de ahí, podemos deducir (como se deduce el teorema de Pitágoras) que la razón exige que sea necesario probar la culpabilidad del imputado (“más allá de la duda razonable”, como impone cualquier ordenamiento jurídico) antes de imponer una pena. De ahí se deduce la necesidad de arbitrar mecanismos procesales con suficientes garantías que den a cualquier acusado la oportunidad de defender su inocencia, etcétera. Estos principios fundamentales han de estar blindados contra las decisiones de cualquier mayoría.
             Los ilustrados resolvieron también un problema clave en la construcción del Estado de Derecho. Para ello tuvieron que contestar a preguntas tales como ¿quién dicta las leyes? ¿Quién define las normas por las que se regirá el Estado de Derecho? Si tenemos en cuenta las razones por las que los griegos establecieron la democracia, podemos responder quién no puede dictar esas leyes: ningún individuo o grupo de individuos que tengan, de una u otra forma, algún atisbo de poder por pequeño que sea. Habrá que descartar que las leyes las dicten diosecillos o reyezuelos, o que se basen en tradiciones, mitos y costumbres, tampoco individuos que se presenten como pertenecientes a una tribu, religión, cultura, raza, sexo o cualquier otra condición, menos que esgriman riqueza o conocimientos especiales, porque ya hemos visto que tales personas no serán imparciales. La condición que tienen que tener los que hagan las leyes es que no pertenezcan a ningún grupo específico o exhiban alguna condición diferenciadora. Han de cumplir sólo un requisito. Que sean “don nadie” o “cualquier otro”, única forma de que la ley la pueda establecer cualquiera. Dicho de otro modo, han de presentarse sólo como ciudadanos, ya que ése es el único grupo al que pertenece toda la humanidad. El ciudadano es el ser humano, poseedor de derechos y deberes.
               Partiendo de estos postulados, los representantes del pueblo francés dictaron el 26 de agosto de 1789 la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En ese momento comenzó de nuevo la aventura de la democracia. Se puso en marcha lo que se conoce como el proyecto político de la Ilustración: el proyecto de que sea la razón quien gobierne, que sean las leyes (las leyes, y no los caprichos de un rey o los designios de un dios) las que determinen lo que debe y no debe ser. Al cortar la cabeza al rey y poner en su lugar la Declaración de los Derechos del Hombre, la humanidad se comprometía, así, a que todo su edificio político gravitara, en adelante, sobre el lugar de la ciudadanía.
Todas las democracias constitucionales actuales se consideran herederas de este proyecto ilustrado. Todas pretenden hundir sus cimientos más profundos en el lugar de la ciudadanía. Actualmente, ese lugar está señalado por el artículo II de la Declaración de los Derechos Humanos, que en su formulación de la ONU de 1948 dice así:
              “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.”
            Otro factor esencial de las democracias modernas es la división de poderes. Esta división reparte el poder en tres áreas o campos que actúan de manera independiente. El poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El primero elabora leyes (siempre en el marco de la Constitución), el segundo las ejecuta (gobierna) y el tercero las hace cumplir (juzga). Estos poderes están concebidos de manera que se controlan unos a otros e impiden así que un poder sobresalga por encima de los demás.
              A diferencia de la democracia de Atenas, las democracias modernas son representativas. Es natural; la ciudad griega era lo suficientemente pequeña para que sus ciudadanos participasen directamente en las decisiones. Los Estados actuales están formados por millones de ciudadanos por lo que estos han de delegar en los políticos para que los representen en la toma de decisiones. El mecanismo que permite la representación constituye el sistema de partidos políticos. Estos actúan a modo de cauces que recogen y canalizan las diversas corrientes de opinión de la sociedad, las cuales desembocan en el Parlamento, el sustituto del antiguo ‘ágora’. El nivel de representación que cada partido lleva al Parlamento, la fuerza de la que va a disponer para debatir, se determina mediante las elecciones legislativas en las que cada ciudadano vota libremente. Es la acción equivalente a la votación a mano alzada de los antiguos griegos, un ciudadano, un voto.
             El poder ejecutivo es ejercido por el Gobierno, que es elegido también democráticamente por mayoría en el Parlamento. Suele pertenecer a la fuerza política más votada.
               El poder judicial, que es ejercido por los jueces, no tiene carácter electivo, sino que éstos acceden al cargo a través de la carrera judicial. Los jueces son funcionarios vitalicios, esto quiere decir que no pueden ser cesados o trasladados de su puesto por dictar una u otra sentencia. Es la manera de preservar su independencia. Por supuesto que, llegado el caso, un juez puede ser, a su vez, juzgado por prevaricación. Pero sólo lo juzgarán otros jueces.
           En resumen, la división de poderes garantiza que quien ejecuta la ley, quien juzga y quien legisla nunca puede ser el mismo. Así, el Gobierno puede ser juzgado por un poder judicial, según unas leyes que no han hecho ni gobernantes ni jueces, unas leyes que han sido hechas por otra instancia distinta, el Parlamento.
                La democracia, como sistema de convivencia, fue la aventura más excepcional y enigmática que ha emprendido la humanidad. Cuando los revolucionarios franceses se pusieron manos a la obra, los nobles y el clero se rasgaron las vestiduras escandalizados, porque les pareció la idea más absurda del mundo. ¡Construir una sociedad con medios políticos! ¡Como si una sociedad fuera un artilugio que se pudiera encargar a una asamblea, como quien encarga que le hagan un zapato o que le monten una cafetera! La idea, en efecto, era tremendamente osada. Unos hombres se sientan alrededor de una mesa, argumentan, escriben en un papel y luego dicen que ese papel es la Constitución y que la sociedad debe estar constituida según lo que pone ahí. Es decir, se trata de que a partir de la razón se decida lo que debe ser la sociedad. ¿De dónde se ha sacado el hombre la idea de que él tiene el poder para construir una sociedad? El hombre puede podar un árbol, pero no puede hacer un árbol, decían los condes, los marqueses, los clérigos. El hombre vive en sociedad, pero no hace sociedades. La sociedad es una obra del tiempo, de la historia, de la Providencia, es el resultado de mil acontecimientos que protagonizaron los ancestros, los héroes mitológicos, la intervención de los dioses, el azar, la casualidad, el destino. La verdadera constitución de una sociedad, se decía, es su tradición, las costumbres, las normas, los valores que se han ido consolidando a lo largo del tiempo, generación tras generación. En el marco de la tradición, los hombres han llegado a ser bastante libres y bastante felices, decían los reaccionarios. Pero la idea de construir una sociedad al margen de la tradición y a partir de la libertad se les antojaba absurda.
            Sin embargo, ese “absurdo” terminó por ser el punto de referencia de todas las aspiraciones políticas occidentales. Actualmente no existe ningún político  al que se le ocurra desentenderse públicamente de la idea de un Estado de Derecho. Hoy día nos parece normal, por tanto, la idea de que se puede construir una sociedad por medios políticos. ¿Qué quiere decir esto? Ello significa que pretendemos vivir en sociedades edificadas por la política y vertebradas a partir de la política, lo mismo que antes se vivía en sociedades constituidas por la historia y vertebradas por la tradición. La idea de la Ilustración es la idea del protagonismo de la política. La idea de que a partir de la razón y de la libertad es posible, por medios políticos, edificar una sociedad.
           El resultado de este proyecto fue pensado desde el primer momento como una república cosmopolita, un orden republicano universal. Es fácil comprender que la libertad no puede conformarse con otra cosa y que, en principio, se debería esforzar siempre en desembocar en este resultado político. Su interés es, como hemos visto, edificar la ciudad tomando como cimiento el lugar de cualquier otro, ese lugar en el que, como se dice en la ONU, todo hombre tiene derechos y libertades independientemente de ese largo etcétera que lo diferencia de los demás. Así pues, la libertad no puede conformarse con las leyes de extranjería. Lo que estaba previsto en el proyecto político de la Ilustración no era, por tanto, nuestro mundo actual, un mosaico de estados naciones protegidos por fronteras, alambradas y leyes de extranjería. Es preciso preguntarse mil y una veces el porqué de este imprevisto que es nuestra realidad contemporánea. Y cómo es que, pese a todo, seguimos considerándonos los herederos de la Ilustración.

                                                                      Gijón, 2009

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