La democracia define un sistema de convivencia, es
una forma de organizar la sociedad. Fue inventada por los antiguos griegos,
concretamente en el año 508 antes de Jesucristo, en Atenas, donde se aplicó
durante 180 años. Desapareció luego de la historia hasta que fue retomada en el
siglo XVIII, en Europa, por los ilustrados. Estos no sólo retomaron la idea
esencial de la democracia como forma de convivencia, sino que la perfeccionaron
y le dieron el estado definitivo que es el que ahora tenemos. (Conviene señalar
aquí, como cosa curiosa, que mientras en Atenas se estableció la democracia sin
apenas resistencia, en Europa se impuso mediante una revolución muy violenta: la Revolución Francesa.
Una prueba más de la extraordinaria inteligencia de los antiguos griegos).
Pero, ¿en qué consiste esa forma de organizar la
sociedad que copiaron los ilustrados? ¿Cuál es la esencia de la democracia? Lo
que distingue la democracia de otros sistemas de gobierno es que el poder se
reparte, se distribuye entre los miembros de la sociedad, entre los ciudadanos.
Se dice que el poder se socializa (democracia significa, como se sabe, gobierno
del pueblo). La democracia impide, por tanto, que el poder se concentre en un
individuo o en un grupo, que es lo que pasa en el resto de los sistemas que se
conocen. ¿Por qué esta forma de gobierno es mejor que las otras? ¿En qué
consiste su bondad? Para responder a estas preguntas es preciso conocer cómo
los atenienses concibieron esa idea y por qué los ilustrados la retomaron. La
idea surge de la constatación de la existencia de una ley no escrita, pero que
se cumple de manera inexorable en la historia de la humanidad. Se puede definir
como que el hombre, cuando tiene el poder, no lo usa para beneficio de los
demás, sino en su propio beneficio (fue Lord Acton el que en el siglo XIX definió
explícitamente esa ley: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe
absolutamente”). Se pueden poner múltiples ejemplos de cómo el poder
concentrado en un individuo conduce a las mayores catástrofes. Cito algunos: en
los tiempos modernos, la
Alemania nazi de Hitler; la Unión Soviética de Stalin; la España de Franco. En la
antigüedad podemos reparar en el régimen faraónico de Egipto (ahí están las
pirámides como testigos perpetuos de la sinrazón) o la locura sanguinaria de
los césares romanos.
Volviendo a Atenas, la democracia surge como un
intento de salir de los continuos enfrentamientos que se producen entre las
familias más ricas para hacerse con el poder, llegando al extremo de pedir
ayuda a los estados extranjeros para conseguir sus fines (el régimen que tenían
entonces era la tiranía).
El propósito que persigue la democracia se pone de
manifiesto cuando se conoce la manera en que los atenienses la aplicaron. La
democracia establecía que los dos principales órganos de gobierno de la ciudad
eran el consejo y la asamblea. El primero, que puede considerarse como el
equivalente al actual poder ejecutivo, estaba formado por un determinado número
de miembros que se nombraban por sorteo entre todos los atenienses varones,
mayores de 30 años. La duración del cargo era de un año y un individuo sólo
podía ser elegido para formar parte del consejo en dos ocasiones a lo largo de
su vida (la obsesión de los griegos por controlar el poder llegaba al extremo
de crear un procedimiento de inspección de todos los miembros nuevos del consejo
antes y después del desempeño de sus funciones). Todas las decisiones
importantes que afectaban a la ciudad eran tomadas en la asamblea después de
ser debatidas. Las decisiones se tomaban por mayoría en votación a mano alzada.
En la asamblea podían participar todos los atenienses varones.
La administración de la
justicia estaba a cargo de los magistrados y era la parte menos democrática del
sistema, ya que estos debían ser elegidos entre los candidatos que tenían una
cantidad importante de bienes.
De la vida pública quedaban excluidas las mujeres,
a las que no se las consideraba con capacidad de raciocinio; los esclavos, a
los que consideraban objetos no humanos de propiedad y los habitantes que no
eran de origen ateniense. Pero estas exclusiones se daban en todos los sistemas
políticos de los estados griegos. La novedad residía en que ahora todos los
ciudadanos varones estaban incluidos por igual en el sistema. Un ciudadano
varón podía formar parte del consejo, ser nombrado por sorteo para ocupar una
magistratura menor o asistir a una gran asamblea para emitir su voto o incluso
(si tenía valor suficiente) pronunciar un discurso acerca de los temas básicos
cotidianos, de la conveniencia o no de emprender una guerra, o de quién debía
sufragar determinados gastos o quién era merecedor de recibir honores y quién
no. En los temas controvertidos, podría alzar la mano para que su voto fuera
contabilizado. (Para apreciar la diferencia se puede tener en cuenta que en
Esparta, en el curso de la elección de los magistrados, a los espartistas se
les pedía que gritaran al oír el nombre de su candidato favorito, y las
autoridades decidían cuál había sido el más aclamado. Incluso Aristóteles
consideraba que ese espectáculo parecía un juego de chiquillos). En Atenas cada
ciudadano varón valía un voto, y nada más que uno, ya fuera simple mozo de
cuerda, cabrero o refinado aristócrata. Al tener que elegir y evidenciar así
las predilecciones, la gente no tardó en aprender a reflexionar y a tomar
posiciones después de informarse debidamente. La consecuencia sería un gobierno
al que podría llamarse cualquier cosa menos gobierno del populacho.
Lo más llamativo con todo resulta la férrea voluntad
participativa de todos los ciudadanos. Como bien observó un especialista
moderno de la historia de la democracia ateniense, M. H. Hansen, “para nuestra
forma de pensar, debía de ser una cosa mortalmente aburrida; el hecho de que
los atenienses lo hicieran año tras año durante siglos demuestra que su actitud
ante este tipo de rutinas tuvo que ser muy distinta de la nuestra. Es evidente
que disfrutaban de la participación en sus instituciones políticas como un
valor en sí mismo”.
Con dos breves interrupciones, esa democracia
evolucionó y fue el régimen ateniense durante más de 180 años. Desde nuestra
perspectiva, era notablemente directa. No se trataba en absoluto de una
“democracia representativa” que eligiera a delegados locales para que
“representaran” a sus votantes o sus propias carreras y prejuicios. Toda su
preocupación consistía en poner coto a los bloques de poder o a las facciones
que pretendieran imponer su voluntad, con el fin de llegar a una fragmentación,
no a una representación. En opinión de muchos autores modernos, el uso del
sorteo fue el sello distintivo de la democracia ateniense. En realidad, no se
tiene constancia de que la democracia introdujera ninguna novedad en la
asignación de los cargos por sorteo. Como práctica griega, el uso del sorteo
tenía en cualquier caso una larga tradición anterior a la democracia, por no
hablar de su empleo como reparto equitativo entre hermanos coherederos. Tampoco
fueron abolidos los requisitos de propiedad en el caso de los altos magistrados
de la democracia. Éstos debían ser elegidos, pero sólo entre candidatos que
poseyeran una cantidad importante de bienes. Por lo que se sabe estos
magistrados, así como los miembros del consejo, todavía no cobraban
remuneración alguna. Pero lo importante era que la duración de su cargo estaba
limitada a un año y que no constituían un “gobierno” con un “mandato” concebido
por ellos mismos. El poder residía en la asamblea, y en esa asamblea cada
ciudadano era un voto, y sólo uno.
Como queda dicho más arriba, fueron los ilustrados
del siglo XVIII los que se percataron de que el sistema democrático era la
mejor manera de afrontar los problemas que presenta la convivencia. Además, partían
de una considerable ventaja respecto a los antiguos griegos. Disponían de una
experiencia histórica y cultural mucho mayor. Esto les permitió corregir los
graves errores que aún tenía la democracia griega. Efectivamente, no basta que
las decisiones se tomen por mayoría para garantizar que estas sean justas. Era
necesario introducir en el sistema un nuevo concepto que contemplase la
justicia: fue el Estado de Derecho. Éste establece que todas las acciones que se ejercen en la vida pública han de
estar sujetas al imperio de la ley, empezando por las decisiones que se tomen
en el parlamento.
Un instrumento básico del Estado de Derecho es la Constitución (también
llamada Carta Magna). Viene a ser como una Ley de leyes y contiene las normas
básicas de las que deriva toda la acción democrática. Las Constituciones para
que sean democráticas han de ser aprobadas en referéndum por el conjunto de la
población, después de haber sido elaboradas por una asamblea constituyente.
Pero han de contener, además, lo que se llaman los principios democráticos de
convivencia, los derechos y libertades fundamentales. Actualmente, estos
principios están recogidos en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos decretada por la
ONU en 1948. Estos derechos, que inspiran las leyes
fundamentales, tienen una naturaleza especial. Se trata de que se pueden
deducir racionalmente con la misma seguridad con que los científicos llegan a
distinguir, siguiendo el método científico, lo que es verdadero de lo que no lo
es. Por ejemplo, sabemos (con el propio rigor de las matemáticas) que a la
razón le repugna la idea de que se condene a un inocente, o sea, de que se
castigue a alguien por un delito que no ha cometido. A partir de ahí, podemos
deducir (como se deduce el teorema de Pitágoras) que la razón exige que sea
necesario probar la culpabilidad del imputado (“más allá de la duda razonable”,
como impone cualquier ordenamiento jurídico) antes de imponer una pena. De ahí
se deduce la necesidad de arbitrar mecanismos procesales con suficientes
garantías que den a cualquier acusado la oportunidad de defender su inocencia,
etcétera. Estos principios fundamentales han de estar blindados contra las
decisiones de cualquier mayoría.
Los ilustrados resolvieron también un problema
clave en la construcción del Estado de Derecho. Para ello tuvieron que
contestar a preguntas tales como ¿quién dicta las leyes? ¿Quién define las
normas por las que se regirá el Estado de Derecho? Si tenemos en cuenta las
razones por las que los griegos establecieron la democracia, podemos responder
quién no puede dictar esas leyes: ningún individuo o grupo de individuos que
tengan, de una u otra forma, algún atisbo de poder por pequeño que sea. Habrá
que descartar que las leyes las dicten diosecillos o reyezuelos, o que se basen
en tradiciones, mitos y costumbres, tampoco individuos que se presenten como
pertenecientes a una tribu, religión, cultura, raza, sexo o cualquier otra
condición, menos que esgriman riqueza o conocimientos especiales, porque ya
hemos visto que tales personas no serán imparciales. La condición que tienen
que tener los que hagan las leyes es que no pertenezcan a ningún grupo
específico o exhiban alguna condición diferenciadora. Han de cumplir sólo un
requisito. Que sean “don nadie” o “cualquier otro”, única forma de que la ley
la pueda establecer cualquiera. Dicho de otro modo, han de presentarse sólo
como ciudadanos, ya que ése es el único grupo al que pertenece toda la
humanidad. El ciudadano es el ser humano, poseedor de derechos y deberes.
Partiendo de estos postulados, los representantes
del pueblo francés dictaron el 26 de agosto de 1789 la “Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En ese momento comenzó de nuevo la
aventura de la democracia. Se puso en marcha lo que se conoce como el proyecto
político de la Ilustración :
el proyecto de que sea la razón quien gobierne, que sean las leyes (las leyes,
y no los caprichos de un rey o los designios de un dios) las que determinen lo
que debe y no debe ser. Al cortar la cabeza al rey y poner en su lugar la Declaración de los
Derechos del Hombre, la humanidad se comprometía, así, a que todo su edificio
político gravitara, en adelante, sobre el lugar de la ciudadanía.
Todas las democracias constitucionales actuales se
consideran herederas de este proyecto ilustrado. Todas pretenden hundir sus
cimientos más profundos en el lugar de la ciudadanía. Actualmente, ese lugar
está señalado por el artículo II de la Declaración de los Derechos Humanos, que en su
formulación de la ONU
de 1948 dice así:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo,
idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional
o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.”
Otro factor esencial de las democracias modernas es
la división de poderes. Esta división reparte el poder en tres áreas o campos
que actúan de manera independiente. El poder legislativo, el ejecutivo y el
judicial. El primero elabora leyes (siempre en el marco de la Constitución ), el
segundo las ejecuta (gobierna) y el tercero las hace cumplir (juzga). Estos
poderes están concebidos de manera que se controlan unos a otros e impiden así
que un poder sobresalga por encima de los demás.
A diferencia de la democracia de Atenas, las
democracias modernas son representativas. Es natural; la ciudad griega era lo
suficientemente pequeña para que sus ciudadanos participasen directamente en
las decisiones. Los Estados actuales están formados por millones de ciudadanos
por lo que estos han de delegar en los políticos para que los representen en la
toma de decisiones. El mecanismo que permite la representación constituye el
sistema de partidos políticos. Estos actúan a modo de cauces que recogen y
canalizan las diversas corrientes de opinión de la sociedad, las cuales
desembocan en el Parlamento, el sustituto del antiguo ‘ágora’. El nivel de
representación que cada partido lleva al Parlamento, la fuerza de la que va a
disponer para debatir, se determina mediante las elecciones legislativas en las
que cada ciudadano vota libremente. Es la acción equivalente a la votación a
mano alzada de los antiguos griegos, un ciudadano, un voto.
El poder ejecutivo es ejercido por el Gobierno, que
es elegido también democráticamente por mayoría en el Parlamento. Suele
pertenecer a la fuerza política más votada.
El poder judicial, que es ejercido por los jueces,
no tiene carácter electivo, sino que éstos acceden al cargo a través de la
carrera judicial. Los jueces son funcionarios vitalicios, esto quiere decir que
no pueden ser cesados o trasladados de su puesto por dictar una u otra
sentencia. Es la manera de preservar su independencia. Por supuesto que,
llegado el caso, un juez puede ser, a su vez, juzgado por prevaricación. Pero
sólo lo juzgarán otros jueces.
En resumen, la división de poderes garantiza que quien
ejecuta la ley, quien juzga y quien legisla nunca puede ser el mismo. Así, el
Gobierno puede ser juzgado por un poder judicial, según unas leyes que no han
hecho ni gobernantes ni jueces, unas leyes que han sido hechas por otra
instancia distinta, el Parlamento.
La democracia, como sistema de convivencia, fue la
aventura más excepcional y enigmática que ha emprendido la humanidad. Cuando
los revolucionarios franceses se pusieron manos a la obra, los nobles y el
clero se rasgaron las vestiduras escandalizados, porque les pareció la idea más
absurda del mundo. ¡Construir una sociedad con medios políticos! ¡Como si una
sociedad fuera un artilugio que se pudiera encargar a una asamblea, como quien
encarga que le hagan un zapato o que le monten una cafetera! La idea, en
efecto, era tremendamente osada. Unos hombres se sientan alrededor de una mesa,
argumentan, escriben en un papel y luego dicen que ese papel es la Constitución y que la
sociedad debe estar constituida según lo que pone ahí. Es decir, se trata de
que a partir de la razón se decida lo que debe ser la sociedad. ¿De dónde se ha
sacado el hombre la idea de que él tiene el poder para construir una sociedad?
El hombre puede podar un árbol, pero no puede hacer un árbol, decían los
condes, los marqueses, los clérigos. El hombre vive en sociedad, pero no hace
sociedades. La sociedad es una obra del tiempo, de la historia, de la Providencia , es el
resultado de mil acontecimientos que protagonizaron los ancestros, los héroes
mitológicos, la intervención de los dioses, el azar, la casualidad, el destino.
La verdadera constitución de una sociedad, se decía, es su tradición, las
costumbres, las normas, los valores que se han ido consolidando a lo largo del
tiempo, generación tras generación. En el marco de la tradición, los hombres
han llegado a ser bastante libres y bastante felices, decían los reaccionarios.
Pero la idea de construir una sociedad al margen de la tradición y a partir de
la libertad se les antojaba absurda.
Sin embargo, ese “absurdo” terminó por ser el punto
de referencia de todas las aspiraciones políticas occidentales. Actualmente no
existe ningún político al que se le
ocurra desentenderse públicamente de la idea de un Estado de Derecho. Hoy día
nos parece normal, por tanto, la idea de que se puede construir una sociedad
por medios políticos. ¿Qué quiere decir esto? Ello significa que pretendemos
vivir en sociedades edificadas por la política y vertebradas a partir de la
política, lo mismo que antes se vivía en sociedades constituidas por la historia
y vertebradas por la tradición. La idea de la Ilustración es la idea
del protagonismo de la política. La idea de que a partir de la razón y de la
libertad es posible, por medios políticos, edificar una sociedad.
El resultado de este proyecto fue pensado desde el
primer momento como una república cosmopolita, un orden republicano universal.
Es fácil comprender que la libertad no puede conformarse con otra cosa y que,
en principio, se debería esforzar siempre en desembocar en este resultado
político. Su interés es, como hemos visto, edificar la ciudad tomando como
cimiento el lugar de cualquier otro, ese lugar en el que, como se dice en la ONU , todo hombre tiene
derechos y libertades independientemente de ese largo etcétera que lo
diferencia de los demás. Así pues, la libertad no puede conformarse con las
leyes de extranjería. Lo que estaba previsto en el proyecto político de la Ilustración no era,
por tanto, nuestro mundo actual, un mosaico de estados naciones protegidos por
fronteras, alambradas y leyes de extranjería. Es preciso preguntarse mil y una
veces el porqué de este imprevisto que es nuestra realidad contemporánea. Y
cómo es que, pese a todo, seguimos considerándonos los herederos de la Ilustración.
Gijón, 2009
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