viernes, 8 de agosto de 2014

Ni ateos ni creyentes: ciudadanos


El señor Santana en su artículo “¿Qué laicidad?” alecciona sobre el papel que en una democracia han de desempeñar los no creyentes respecto a los creyentes. Así, afirma que “los ateos y los agnósticos tienen derecho democrático a propagar su ateísmo”, y también que éstos “no pueden, sin incurrir en un integrismo fanático, establecer que las únicas opiniones democráticamente legítimas son las que no tienen en cuenta a Dios”.
Este discurso es tramposo porque no tiene nada que ver con la democracia. Ésta determina que la convivencia se establece entre ciudadanos y para un ciudadano, ser creyente o no tiene la misma relevancia que ser negro o blanco, mujer u hombre, es decir, ninguna. Ello es así porque su responsabilidad como tal ciudadano se circunscribe únicamente a la convivencia en este mundo (la organización de la ‘polis’). No le incumbe, por tanto, debatir temas relacionados con el más allá (las creencias); lo que quiere decir que las religiones no son objeto de debate público (no se puede debatir sobre dogmas). Si así fuera, las iglesias serían partidos políticos y no lo son; pertenecen al ámbito privado de las personas. Consecuentemente, los ciudadanos, tengan fe o no, habrán de respetar que los creyentes de cualquier religión ejerzan sus cultos y sigan sus preceptos religiosos, al mismo tiempo que éstos, por idénticas razones, no deben pretender imponer sus creencias (preceptos) al resto de los ciudadanos.
Esto último no ocurre actualmente en España donde la Iglesia católica trata de imponer sus mandamientos en temas relacionados con el aborto, el divorcio, los anticonceptivos, el matrimonio entre homosexuales y un largo etcétera. Ello es debido a que esta institución, que, por cierto, no es democrática,  no acaba de asumir el papel que le corresponde en una democracia. Pretende hacer lo que hizo durante siglos hasta fechas muy recientes.


                                                                            Gijón, 9-1-2010

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