El señor Santana en su artículo
“¿Qué laicidad?” alecciona sobre el papel que en una democracia han de
desempeñar los no creyentes respecto a los creyentes. Así, afirma que “los
ateos y los agnósticos tienen derecho democrático a propagar su ateísmo”, y
también que éstos “no pueden, sin incurrir en un integrismo fanático,
establecer que las únicas opiniones democráticamente legítimas son las que no
tienen en cuenta a Dios”.
Este discurso es tramposo porque
no tiene nada que ver con la democracia. Ésta determina que la convivencia se
establece entre ciudadanos y para un ciudadano, ser creyente o no tiene la
misma relevancia que ser negro o blanco, mujer u hombre, es decir, ninguna.
Ello es así porque su responsabilidad como tal ciudadano se circunscribe
únicamente a la convivencia en este mundo (la organización de la ‘polis’). No
le incumbe, por tanto, debatir temas relacionados con el más allá (las
creencias); lo que quiere decir que las religiones no son objeto de debate
público (no se puede debatir sobre dogmas). Si así fuera, las iglesias serían
partidos políticos y no lo son; pertenecen al ámbito privado de las personas.
Consecuentemente, los ciudadanos, tengan fe o no, habrán de respetar que los
creyentes de cualquier religión ejerzan sus cultos y sigan sus preceptos
religiosos, al mismo tiempo que éstos, por idénticas razones, no deben
pretender imponer sus creencias (preceptos) al resto de los ciudadanos.
Esto último no ocurre
actualmente en España donde la
Iglesia católica trata de imponer sus mandamientos en temas
relacionados con el aborto, el divorcio, los anticonceptivos, el matrimonio
entre homosexuales y un largo etcétera. Ello es debido a que esta institución,
que, por cierto, no es democrática, no
acaba de asumir el papel que le corresponde en una democracia. Pretende hacer
lo que hizo durante siglos hasta fechas muy recientes.
Gijón, 9-1-2010
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