La mención que hizo el Papa
sobre la crítica del Islam formulada en el siglo XIV por el emperador bizantino
Manuel II Paleólogo no puede más que entenderse como una metedura de pata.
Cualquier persona medianamente informada sabe que hacer un comentario de este
tipo en las actuales circunstancias es lo mismo que arrojar gasolina al fuego
para apagarlo, máxime después de la que se armó no hace mucho con el tema de
las caricaturas de Mahoma. Independientemente de las violentas manifestaciones
generadas en el mundo musulmán, actos como éste refuerzan al sector más
integrista del islamismo.
Pero la inconveniencia de tal
discurso alcanza también al mundo occidental. Como se sabe, éste está dividido
en dos bloques a la hora de dar respuesta al terrorismo islámico. Por un lado,
los partidarios del choque de civilizaciones con Huntington como principal
ideólogo y Bush como ejecutor eficiente y por otro los que se inclinan por
acciones de tipo político y diplomático, estrategia defendida por varios países
europeos, los que en su día se llamaron la ‘vieja Europa’.
Los primeros identifican la
civilización occidental con el cristianismo. Pero, teniendo en cuenta que,
históricamente, las tres grandes religiones monoteístas- cristiana, islámica y
judía- fueron excluyentes y, por tanto, violentas (me refiero al hecho
histórico, no a la doctrina de sus fundadores) este planteamiento resulta
nefasto. Ello lo corrobora la perversa política seguida por la Administración Bush
que concibe la lucha contra el islamismo como una cruzada contra el eje del mal
(la última, la penúltima fue el ‘glorioso alzamiento nacional’ de Franco). Por
el contrario, lo que mejor define a la cultura occidental es la democracia a la
que se llegó por un proceso histórico caracterizado, entre otras cosas, porque
sacó la religión del ámbito de lo público y la relegó a la vida privada de las
personas. En esas estamos.
Gijón, 23-9-2006
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