En la vida de las personas hay
que distinguir dos espacios bien diferenciados (por más que haya relación entre
ellos): el público y el privado. A éste último pertenece el entorno más próximo
(el afectivo, familiar, las creencias religiosas, los gustos, aficiones,
etcétera). El otro atañe a las relaciones de carácter público, tales como las
laborales, municipales, políticas en sus diversas variantes (enseñanza,
impuestos, sanidad, etcétera).
¿A qué espacio pertenece el
derecho al uso del bable (y, en general, los sentimientos identitarios)? Creo
que depende de cómo se plantee ese derecho. Si se reclama a la Administración Pública
que proporcione los medios para que todo aquél que lo desee lo aprenda y lo
ejerza, estaremos en el ámbito de lo privado. Si lo que se demanda es la
cooficialidad estaremos en el terreno de lo público, pues afectará en gran
medida a todos (bablistas y no bablistas), tanto en lo económico (empleando
para este fin porcentajes no pequeños de dinero público), como en lo
personal (funcionarios, opositores,
etcétera, que se verán obligados a
usarlo, incluso contra su voluntad), así como las posibles derivas
autonomistas, independentistas, etcétera.
Si bien en el primer caso el
asunto atañe a los partidos políticos, en el segundo se convierte en un tema
fundamental para ellos por su trascendencia, sobre el que tienen forzosamente
que tomar posiciones. Afirmar que este no es un asunto de los partidos
políticos es desconocer las reglas del juego sobre las que se basa la
democracia.
Precisamente, en mi opinión, ése
es el mayor problema que tenemos: el déficit de cultura democrática,
imprescindible para la convivencia y que no tiene nada que ver con la cultura
regionalista o localista, totalmente prescindible (desde el punto de vista
señalado).
Gijón, 22-6-2004
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