Los potentes focos de los medios
de comunicación iluminan estos días la doble valla de seis metros de altura,
coronada de alambre de espino, que rodea las ciudades de Ceuta y Melilla y nos
ofrecen el dantesco espectáculo de miles de seres humanos que, sirviéndose de
medios rudimentarios (escaleras de palos y cuerdas, guantes y ropa abundante)
tratan de franquearlas mediante asaltos masivos en medio de la persecución,
apaleamientos y disparos de los guardias que, bien equipados, les acechan a
ambos lados de la frontera.
Tal vez, estas escenas, por su
dureza y proximidad, sacudan nuestras conciencias de ciudadanos
pequeño-burgueses, cómodamente instalados en las sociedades del primer mundo y,
posiblemente, durante algunos días sean objeto de conversación en nuestras
tertulias. Los políticos de la oposición aprovecharán la situación para
desprestigiar, una vez más, al Gobierno, y éste tratará de aplicar medidas para
acabar con el problema.
Sin embargo, parece que no nos
percatamos de que este lamentable hecho es una manera más que tiene de
manifestarse una realidad que permanece más o menos oculta, pero que
condiciona, y condicionará cada vez más en el futuro, a la humanidad. Me
refiero a las tremendas y crecientes desigualdades que, en la distribución de
la riqueza, se producen en el mundo.
En todo caso, muy pocos, si
acaso algún intelectual o grupos minoritarios, se plantean como objetivo prioritario
acabar con esas desigualdades. Desde luego, ni los Gobiernos, ni los partidos
políticos, ni las mayorías de los ciudadanos del primer mundo tienen entre sus
intenciones inmediatas abordar este asunto, tal es el egoísmo sobre el que está
asentada nuestra pretendida superior civilización.
Gijón, 9-10-2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario