Muchos
pensadores nos advierten del error de lanzarse por el camino de los
nacionalismos, sin embargo, parece que no son escuchados, porque ¿no estamos
asistiendo al ya repetido enfrentamiento entre la España una, grande y libre
y la España de
las periferias? Una deriva que, en mi opinión, la izquierda no debería seguir,
porque, además de beneficiar a la derecha (ésta sabe rentabilizar como nadie el
miedo a la división de la patria), supone renunciar a los postulados básicos de
su ideario.
Uno de ellos
es, como se sabe, el concepto de igualdad. Digamos para simplificar que no se
trata de reivindicar la igualdad material del socialismo real (la lección del
fracaso soviético fue demasiado dolorosa como para repetirla), pero tampoco es
la igualdad de oportunidades que predica el neoliberalismo, porque no existe
tal igualdad (las diferencias entre las personas, tanto de partida, como a lo
largo de la vida son enormes). Se trata, entonces, de reivindicar la igualdad
tal como la concibieron los ilustrados del siglo XVIII: la igualdad asociada al
concepto de ciudadano. Somos iguales en cuanto que somos ciudadanos, todos con
los mismos derechos y deberes. Éste fue el fundamento de las democracias
actuales y es lo que habría que desarrollar. Hay que establecer, pues, la
sociedad de los ciudadanos y no la sociedad de los pueblos como proponen
algunos haciendo hincapié en lo que nos diferencia, porque esa diferencia es
artificial y subjetiva. Haber nacido en Asturias o en otro lugar es
irrelevante; lo que nos significa es nuestra condición de ciudadanos.
Gijón, 31-01-2004
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