La llegada del nuevo siglo viene
acompañada por la agudización de un fenómeno que, si bien siempre existió,
ahora adquiere caracteres de tragedia. Se trata de la inmigración. Pero la
creciente avalancha de personas del tercer mundo al primero no es más que una
manifestación del verdadero problema: el desigual reparto de la riqueza en el
mundo. Desigualdades siempre hubo, pero nunca tan grades como ahora a la vez
que perceptibles y, teniendo en cuenta que el problema va a ir a más, aunque
sólo sea por egoísmo (no podemos vivir en una isla de riqueza rodeada de un mar
de pobreza), merece la pena hacer alguna
reflexión sobre el tema.
Una de las principales causas de
la pobreza, según los expertos, es la explosión demográfica. En el siglo pasado
la población humana casi se ha cuadruplicado y las cifras siguen en alza: 500
millones más en lo que va de siglo. Pero lo que llama la atención es que la
tasa de crecimiento es hasta tres veces superior en los países subdesarrollados
(sobre todo África) que en los desarrollados. Si a la escasez natural de
recursos se añade el aumento de bocas que alimentar, las consecuencias son
obvias.
Pero la verdadera naturaleza del
problema se muestra al considerar que, hoy día, el recurso más importante no es
la tierra, sino el capital humano. El desarrollo europeo se produjo porque
Europa acumuló altas cotas de capital humano a través de generaciones
crecientemente escolarizadas. Ello fue posible, en gran parte, porque el
control de la natalidad permitió que la demanda de escolarización no
sobrepasara los recursos dedicados a la educación, de modo que cada generación
recibía mejor educación por un periodo más largo. Esto no sucede hoy en grandes
zonas del tercer mundo.
Gijón, 7-6-2006
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