miércoles, 13 de agosto de 2014

Impuestos


En los últimos días asistimos a un nuevo espectáculo de la política: ver cómo nuestros políticos utilizan el tema de los impuestos como arma arrojadiza para descalificarse mutuamente. Sin embargo, el asunto de los tributos parece sencillo, (y lo es más leyendo estupendos artículos como el publicado en este periódico, con fecha 29 de octubre, “A propósito de impuestos y tasas”, de Dacio Alonso y Pablo García): el mercado, por más que se diga que es autorregulador de la riqueza, no lo es, tal como se puede apreciar a diario, por lo que se necesita hacer una redistribución de bienes vía impuestos, que corrija sus injusticias, (al menos mientras no encontremos un sistema económico más equitativo). Dicho esto, hay que añadir a continuación la necesidad de establecer un orden correcto de prioridades a la hora de satisfacer las necesidades y un riguroso control de gastos a fin de evitar despilfarros, (me temo que sea aquí también donde muchos ciudadanos duden de la capacidad y la eficacia de nuestros políticos).
Pero hay otro factor de gran importancia, relacionado con los impuestos, del que no se habla: el fraude fiscal. Aporto unos datos al respecto que, aunque pertenecientes al año 1998 (no dispongo de otros) son muy significativos: en ese año la renta media de trabajo, declarada básicamente por los asalariados –que incluyen las pensiones (23%) y los subsidios de paro (3%)-, fue, en moneda antigua, de 2.175.407 pesetas anuales, mientras que la media de las rentas personales provenientes de actividades empresariales fue de 1.125.361 pesetas. Dicho con otras palabras: los empresarios ganan al mes, a la hora de hacer la declaración de Hacienda, por todos los conceptos, de media, 93.780 pesetas.
Saque el amable lector sus propias conclusiones.


                                                                        Gijón, 2-11-2003

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