En los
últimos días asistimos a un nuevo espectáculo de la política: ver cómo nuestros
políticos utilizan el tema de los impuestos como arma arrojadiza para
descalificarse mutuamente. Sin embargo, el asunto de los tributos parece
sencillo, (y lo es más leyendo estupendos artículos como el publicado en este
periódico, con fecha 29 de octubre, “A propósito de impuestos y tasas”, de
Dacio Alonso y Pablo García): el mercado, por más que se diga que es
autorregulador de la riqueza, no lo es, tal como se puede apreciar a diario,
por lo que se necesita hacer una redistribución de bienes vía impuestos, que
corrija sus injusticias, (al menos mientras no encontremos un sistema económico
más equitativo). Dicho esto, hay que añadir a continuación la necesidad de
establecer un orden correcto de prioridades a la hora de satisfacer las
necesidades y un riguroso control de gastos a fin de evitar despilfarros, (me
temo que sea aquí también donde muchos ciudadanos duden de la capacidad y la
eficacia de nuestros políticos).
Pero hay otro
factor de gran importancia, relacionado con los impuestos, del que no se habla:
el fraude fiscal. Aporto unos datos al respecto que, aunque pertenecientes al
año 1998 (no dispongo de otros) son muy significativos: en ese año la renta
media de trabajo, declarada básicamente por los asalariados –que incluyen las
pensiones (23%) y los subsidios de paro (3%)-, fue, en moneda antigua, de
2.175.407 pesetas anuales, mientras que la media de las rentas personales
provenientes de actividades empresariales fue de 1.125.361 pesetas. Dicho con
otras palabras: los empresarios ganan al mes, a la hora de hacer la declaración
de Hacienda, por todos los conceptos, de media, 93.780 pesetas.
Saque el
amable lector sus propias conclusiones.
Gijón, 2-11-2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario