Produce
cierta inquietud (al menos en los espíritus sensibles y demócratas) la ola de
fervor religioso que nos invade a través de los medios comunicación y que se
puso de manifiesto con motivo de la celebración en el Vaticano de varios
eventos (25 aniversario del papado de Wojtyla, beatificación de la madre
Teresa, sínodo de cardenales). El retorno al tenebroso pasado, no muy lejano,
del nacional-catolicismo urge y hay que concienciar debidamente a los
ciudadanos.
No percibo
que haya resistencia social o política, al menos apreciable, al devenir de los
tiempos. Sin embargo, debería preocuparnos. Y ello por dos razones de peso: la Iglesia Católica ,
como institución humana, siempre ha jugado un papel claro a favor de las
fuerzas y las ideologías más conservadoras, (baste recordar el apoyo al régimen
fascista del general Franco), e introduce criterios de fe en detrimento de la
razón en la base de la convivencia humana, por lo que nos configura más como
súbditos que como ciudadanos, (lo que permitirá, un mayor control por parte del
poder establecido).
Se pueden
citar numerosos ejemplos que confirman lo expuesto: la beatificación del
marqués Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, de marcadas tendencias
involucionistas, y la relevancia que adquiere en la Iglesia esta orden
(¿secta?); la elevación a los altares de centenares de muertos del bando de los
sublevados en nuestra guerra civil; el espaldarazo moral y político a regímenes
implicados en asesinatos, torturas y desapariciones, como los de Pinochet, o
Videla; la condena de la teología de la liberación, comprometida con los
pobres; la discriminación de la mujer en la Iglesia ; etcétera.
Todo ello
debería hacernos pensar que estamos muy lejos de encontrar las verdaderas
pautas de comportamiento, que en una democracia no pueden ser otras que las
basadas en un concepto laico de la vida.
Gijón,
20-10-2003
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