Una vez más estamos enzarzados
en un enfrentamiento sin sentido. Es el caso de la llamada guerra de los
crucifijos. La democracia establece claramente que las religiones pertenecen al
ámbito privado de las personas. La explicación está en que se fundamenta en la
toma de las decisiones acerca de las cuestiones que afectan a la convivencia
entre todos. A estas decisiones (que se materializan en leyes) se llega
mediante procesos de diálogo y debates en los que pueden participar todos los
ciudadanos, sin exclusión, estando perfectamente definidos y reglamentados los
cauces por los que se canalizan aquellos, así como la forma en que se toman las
decisiones. Toda esta actividad se desarrolla en el ámbito de lo público y es
lo que se entiende por política.
La razón que impide a las
religiones invadir el espacio público es que tienen como finalidad transmitir
la ley de los distintos dioses, según las distintas religiones, a los hombres.
Resulta obvio que con los dioses no se puede dialogar, sólo cabe el
acatamiento, por lo que los que dicen ser sus representantes no deben trasladar
sus mandatos al diálogo público, a la política. De ahí que la religión sea una
cuestión que atañe a la conciencia de cada uno, a su privacidad.
Dicho esto, tan disparatado por
antidemocrático resulta prohibir los minaretes de las mezquitas en Suiza,
porque son edificios de carácter privado que necesitan las religiones, en este
caso la musulmana, para ejercer su culto, como imponer símbolos religiosos de
cualquier índole (léase crucifijos) en espacios públicos que pertenecen a
todos.
La larga y dramática experiencia
histórica que tuvimos en Europa con el tema religioso debería servirnos para
aprender de una vez.
Gijón, 3-12-2009
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