El problema del nacionalismo
catalán ha ido creciendo en los últimos años hasta alcanzar el actual momento
de máxima tensión, de consecuencias desconocidas, pero que se prevén funestas
para España.
El problema de los nacionalismos
españoles no es nuevo, tiene sus raíces muy atrás en la historia. La Constitución de 1978
no acertó a resolverlo adecuadamente como lo prueba el excesivo protagonismo
que tuvieron las comunidades llamadas históricas durante el actual periodo
democrático. Los Gobiernos centrales, carentes de mayorías absolutas, tuvieron
que apoyarse en ellas para poder gobernar con las consiguientes cesiones de
soberanía.
Así las cosas, se acomete en la
anterior legislatura la reforma de los Estatutos de diversas autonomías. El
principal partido de la oposición, siguiendo su política de confrontación en
todos los frentes, no desaprovecha este delicado asunto y, en vez de debatir en
el Parlamento español el proyecto del Estatut, como era lo apropiado, se
abstiene e inicia una campaña de carácter populista para desprestigiar al
Gobierno de Zapatero: recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional
(TC) del Estatut; recogida de firmas contra el mismo; recusación de miembros
del TC para asegurarse una mayoría favorable (lo que dejó a esta institución
hecha unos zorros); declaraciones anticatalanistas, etcétera.
Esta disparatada política tuvo
su reflejo paralelo en Cataluña: cierre de filas de partidos, medios de
comunicación y entidades diversas catalanas en defensa de su Estatuto;
referéndums de independencia en ayuntamientos catalanes, etcétera.
Rajoy debería haber hecho la
política inteligente que sus correligionarios aplican en el País Vasco:
anteponer los intereses de España a los partidistas. Creo que es la deriva
demagógica y populista seguida por el PP desde tiempos de Aznar (“sin
complejos”, ¿recuerdan?) lo que más deteriora la política española.
Gijón, 1-12-2009
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