La ortodoxia religiosa, metafísica y científica
era, a principios del siglo XVII, una síntesis de teología cristiana y algunos
aspectos de la ciencia aristotélica. En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino
había logrado una majestuosa armonización de la ciencia de Aristóteles, la
astronomía de Tolomeo y la medicina de Galeno –que incluía en un sentido amplio
una concepción del hombre en su dimensión material- en una sola filosofía al
servicio de la teología cristiana. Esta gran síntesis se conoce como tomismo e,
incluso para los sabios protestantes tras la Reforma , la estructura que proporcionaba seguía
configurando el pensamiento, no sólo de lo que era teológicamente aceptable en
la investigación científica y metafísica.
La “teología natural” se refería a la existencia y
la naturaleza de Dios y estaba permitida como un ejercicio de la razón que Dios
le había concedido al hombre, debidamente restringida por la revelación y la
autoridad de la Iglesia. Se
aducía toda una variedad de argumentos para probar la existencia de Dios e
investigar su naturaleza (su omnipotencia, omnisciencia y eternidad, entre
otros), y ambas cosas se relacionaban; por ejemplo: es propio de la naturaleza
de Dios ser necesario, es decir, debe existir y no puede no existir, luego ese
hecho por sí mismo establece que existe. Su existencia se puede deducir de
otros modos: el argumento cosmológico dice que todo el universo tiene una
causa, así que el universo debe tener una causa que a su vez no esté causada
por otra cosa (para evitar el riesgo del regreso infinito), así que debe haber
una causa de sí misma que sea causa de todo, y eso es Dios. También se puede
demostrar que existe por el diseño de todas las cosas: es el argumento
teológico. O se puede demostrar por medio de la razón: hay algo en el universo
que es más perfecto que ninguna otra cosa y que es mejor y más perfecto que lo
que no existe, en consecuencia, lo mejor o más perfecto existe y es Dios.
No hay en la actualidad demasiado desacuerdo entre los filósofos respecto a que ninguno de esos argumentos es
válido, por razones que los lectores
podrán aducir a poco que investiguen, y hay voces elocuentes a favor de la fe
que dicen –por ejemplo, Soren Kierkegaard- que la fe es lo que escapa a la
razón y el argumento, y que no sería fe de otra manera. Pero la fuente
principal para entender la relación entre la humanidad y el universo, y
especialmente Dios, es la revelación de las Escrituras. La Reforma tuvo que ver,
precisamente, con el grado de autoridad de las Escrituras: para los
protestantes era la última autoridad, para los católicos esa autoridad la
compartían las Escrituras y la
Iglesia. Las Escrituras enseñaban que Dios había creado el
cielo y la tierra, e innumerables criaturas, incluidos los ángeles, un tercio de
los cuales (como algunas autoridades establecían) se había revelado y seguido a
Satanás cuando fue expulsado del cielo, y le apoyaría en su intento de impedir
que se cumpliera la voluntad de Dios. Una vez que Dios hubo creado a Adán y
Eva, Satanás les tentó y desde entonces todos los seres humanos son naturalezas
caídas. Los ángeles del mal, además, contaminan todo el reino sublunar,
tratando de pervertir constante y enérgicamente a las almas finitas en el
camino hacia Dios mediante la inspiración de vilezas, herejías, brujería y
falso conocimiento, para llevar todas las almas que puedan a la condenación.
Para salvar a la humanidad, Dios se reveló primero,
oscuramente, a los profetas y luego, de un modo cabal y perfecto, mediante el
sacrificio de Jesucristo. A la luz de ese sacrificio, todos serán juzgados
cuando suene la trompeta del Juicio Final, un acontecimiento que cada
generación de fieles ha creído inminente desde entonces.
Esta perspectiva, más o menos refinada por miles de
detalles (cada uno de los cuales, sin embargo, se destacaba lo suficiente para
enviar a la gente a la hoguera si estaba en desacuerdo), había sido establecida
por los teólogos durante los siglos siguientes al punto de partida de todos
estos acontecimientos: la vida y la muerte de Jesús de Nazaret. La perspectiva
del mundo natural, sin embargo, seguía siendo esencialmente aristotélica. Con
la perspectiva de Aristóteles, el mundo material se compone de cuatro
elementos: tierra, aire, fuego y agua. Cada uno de los elementos tiene cuatro
propiedades: calor, frío, humedad o sequedad, que se combinan de diferentes
modos para forjar el carácter de los elementos: así, la tierra es fría y seca,
el agua es fría y húmeda, el fuego es caliente y seco, el aire es caliente y
húmedo. (Esto delata el origen griego de las ideas: el aire podrá ser húmedo en
Inglaterra, pero no suele ser cálido). Cada elemento tiene su lugar natural: la
tierra, pesada y moralmente inferior, tiende hacia el centro del universo.
También el agua, pero menos, y por ello cubre la tierra. El aire se encuentra
entre el agua y el elemento más ligero, el fuego, cuya sede es una región
superior a la tierra; de hecho, se le puede ver brillar en las regiones
superiores del espacio.
Los elementos no se encuentran nunca en su forma pura,
sino siempre mezclados, como lo demuestran fácilmente los experimentos químicos
en que se separan o purifican, por ejemplo por medio del calor. La alquimia
surgió de la posibilidad de combinar los elementos con la intención de obtener
metales preciosos de los metales viles o descubrir sustancias que aseguraran la
longevidad. Un ejemplo del razonamiento seguido es instructivo. ¿Cuál es el
metal más deseable y hermoso? El oro. Por ser el mejor y más puro de los
materiales del mundo, el oro debe ser una mezcla perfecta de los cuatro
elementos combinados en una proporción perfecta. Por tanto, los metales
inferiores sólo necesitan recombinar sus elementos constituyentes en una
perfecta proporción para convertirse en oro. Como compuesto perfecto, es obvio
que el oro debe ser también una medicina perfecta: tomado en forma líquida
curaría todas las enfermedades. Así es como la malicia y la locura malogran el
pensamiento.
Además de los “movimientos naturales” de la tierra
y el agua hacia abajo, y del aire y el fuego hacia arriba, todo movimiento debe
ser el resultado de un móvil que impulsa las cosas, igual que un ser humano
mueve una bola al golpearla o arrojarla. Si el impulso cesa, las cosas dejarían
de moverse (no se conocía la inercia). Por ello debía haber un Dios para que
todo marchara y se mantuviera en marcha, puesto que era obvio que ni el hombre
ni ningún otro ser finito impulsa las mareas o la luna o el sol o el viento.
Las estrellas y los planetas fueron concebidos
revolviendo la tierra inmóvil y transportados a esferas de cristal dispuestas
por Dios (que se mantienen en marcha, decían algunos, gracias a
“inteligencias”, ángeles superiores encargados de corregir sus órbitas). La
luna es el cuerpo celestial inferior y más vil, y por tanto el más cercano,
siendo su esfera la que se mueve más rápida que todas. Las siguientes esferas
en orden ascendente son Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno,
cuyas esferas se mueven paulatinamente con mayor lentitud. Cada uno de estos
cuerpos se compone de una “quintaesencia” –un quinto elemento-, y trazan
círculos perfectos alrededor de la
Tierra , y son perfectos, sin cambios ni corrupción. Emiten
una música divina mientras se mueven, que nosotros no podemos oír mientras
estamos recubiertos de barro, pero que oiremos cuando vayamos al cielo.
La teoría sigue, desde la doctrina
médico-psicológica de los humores del cuerpo humano hasta la influencia
astrológica de los cuerpos celestes en el carácter y destino humanos, y hasta
la doctrina del orden divino del mundo humano, desde los reyes ungidos hasta
los siervos inferiores. Esta última es la doctrina de la “gradación”, que
empieza por Dios en la cima y llega hasta el gusano en el fondo, con el hombre
como criatura intermedia entre los ángeles y las bestias, entre los reinos del
cielo y de la tierra. Esta teoría no carecía de sutilezas; si los ángeles
superan a los hombres en conocimiento, los hombres superan a los ángeles en la
capacidad de aprender; si los hombres superan a las bestias en sabiduría, las
bestias superan a los hombres en fuerza. La teoría de la gradación se ajustaba
admirablemente, por supuesto, a quienes la inventaron y se encontraban en la
cima o cerca de ella.
Gijón, 2009
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