Cuando Arthur C. Danto residía
en París en el año 1962, tratando de buscar un estilo propio dentro del
complejo mundo del arte de aquella época, se encontró casualmente con la obra
de arte pop ‘The Kiss’ de Roy Lichtenstein, publicada en ‘Art News’, la revista
de arte más prestigiosa de aquellos años.
Aquel hallazgo significó un
antes y un después en la vida personal de Danto (abandonó su carrera de arte y
se dedicó a la filosofía, acabando finalmente como crítico de arte), pero
supuso también un descubrimiento revelador: si era posible exponer algo como lo
mostrado en la publicación y que fuese tomado en serio, entonces todo era
posible en arte. Resultaban inútiles todos los debates que, de manera
encarnizada, se estaban produciendo desde hacía varias décadas para definir el
arte. El arte sería lo que cada artista, incluso lo que cada espectador
decidiese que fuera. En suma, a Dante se le reveló en ese momento el cambio que
de manera inexorable se estaba produciendo en el mundo del arte.
Efectivamente, las aguas de la
cultura artística llevaban varias décadas agitadas desde la aparición del
modernismo, que rompía esquemas con la tradición artística seguida por el mundo
occidental desde el Renacimiento. Seguía esta tradición la narrativa definida
por Vasari, según la cual el arte se centraba principalmente en la pintura y la
escultura. Arte que se definía por su contenido, que trataba de copiar la
realidad del mundo, llevándola al grado de la excelencia. Los temas objeto del
arte eran temas reconocibles y comprometidos que respondían a las profundas
convicciones de los artistas. A modo de ejemplo se puede citar “La Libertad guiando al
pueblo”, de Delacroix.
Fue en el último tercio del
siglo XIX cuando se cambia esa narrativa vasariana con la aparición de lo que
se ha venido en llamar la Modernidad. El
gran valedor de esa nueva narrativa fue el prestigioso crítico de arte Clement
Greenberg, que señalaba a Manet como el iniciador del modernismo. El paradigma
del arte deja de ser la representación para centrarse en el propio arte. No se
dedica a copiar los paisajes, las personas o los eventos históricos, sino que
es el propio arte, la propia pintura la que acapara la atención. El tema de la
pintura es la propia pintura. Se pasa de la pintura mimética a la no mimética.
El artista vuelca su sensibilidad, su particular percepción del mundo en la
pintura. Es, por tanto, subjetiva y el artista adquiere una fuerte relevancia.
Por eso los estilos de arte moderno se suceden y se simultanean: impresionismo,
cubismo, arte abstracto, surrealismo, abstraccionismo, etcétera.
Fue, como digo, Greenberg el
gran narrador del arte moderno. Fundamenta su definición del arte en la
filosofía de Kant, que explica el arte como actividad autónoma y la estética
como experiencia de lo formal en los objetos artísticos. Hay un segundo dogma
kantiano del que Greenberg se apropia: la incambiabilidad del arte. Identificar
la obra de arte por su aspecto formal permite establecer comparaciones entre el
arte de las diferentes culturas y las diferentes épocas. Así, la exposición de
1984, titulada ‘Primitivismo y arte moderno’, en el Museo de Arte Moderno de
Nueva York, recoge obras de Oceanía y África y sus contrapartidas del
movimiento moderno. Esta exposición concitó las críticas, no solo desde el
ámbito artístico, sino también de ámbitos políticos y sociales. La muestra
reflejaba un rancio colonialismo propio de épocas anteriores. De hecho se
protestaba contra el modelo multicultural que se vivía en los 80.
Este cambio de paradigma no fue
tranquilo. Hubo a principios del siglo XX un duro enfrentamiento entre los
realistas, que todavía existían en gran número en Estados Unidos y los
seguidores del expresionismo abstracto, que habían aprendido las nuevas corrientes
en la Europa
de las entreguerras. Enfrentamiento que se prolongó hasta mediados de siglo.
Pero de lo que no se
apercibieron los litigantes en esta contienda, ni el propio Greenberg, fue que
vivían en medio de una impresionante ola que se estaba gestando en aquellos
momentos, cuyo ámbito traspasaba los límites del arte para alcanzar los campos
de la cultura, la política, la economía y la filosofía. Efectivamente, se
estaba fraguando la gran revolución que confluyó en un año que quedó para la
historia: 1968. Más conocidos estos hechos por el Mayo Francés, sin duda por el
eco mediático que tubo la revuelta estudiantil francesa, fue, sin embargo, un
acontecimiento que alcanzó diversos puntos del globo: Checoslovaquia, con su
intento de liberalización del yugo soviético, liderado por el flamante
secretario del partido comunista checo, Alexander Dubcék (la primavera de
Praga); México, donde la revuelta estudiantil fue sofocada de forma cruenta
(más de 400 muertos); Estados Unidos, con manifestaciones contra la guerra de
Vietnam y el movimiento por los derechos civiles, encabezados por Martin Luther
King; incluso los ecos emancipatorios llegaron a las universidades españolas,
oprimidas por la férrea dictadura de Franco.
Hubo, pues, un cambio de
paradigma en el mundo occidental caracterizado por un deseo incontenible de
romper las ataduras y opresiones del pasado y alcanzar mayores cotas de
libertad personal y social. Al final la revolución fue más cultural que
política y económica, pues afectó principalmente a los ámbitos de la familia,
los medios y la enseñanza.
El mundo del arte estaba, pues,
en el ojo de este huracán humano. Si acaso fue premonitorio del mismo, dada la
sensibilidad propia de los artistas. Y esto fue lo que percibió Danto en
aquella primavera parisina del 62 al encontrarse con el arte pop. Comprendió
entonces que el futuro del arte no pasaba por las diferencias entre figuración
o abstracción, sino entre cualquier tipo de pintura y otras formas de
representación artísticas, como el video, el arte performativo, etcétera, es
decir, se le abrían al arte infinidad de maneras de manifestarse, tantas como
sensibilidades e inquietudes del hombre. En una palabra, se abría el horizonte
del arte posmoderno, enterrando así la narrativa de la modernidad (en la línea
de los grandes relatos). Es lo que Danto llama el fin del arte. Con esto no
quiere decir que el arte muriera o que los pintores dejasen de pintar, sino que
la historia del arte, estructurada narrativamente, había llegado al final. Lo
que manifiesta también es que, a partir de ahora, ya no tendrá sentido
preguntarse qué es arte, porque arte puede ser, en principio, cualquier
manifestación o representación. La pregunta que habrá que hacer es por qué una
cosa es arte y otra no. Al final, esta pregunta será contestada por el
espectador que se erige en árbitro de la interpretación del arte, robando el
protagonismo al propio artista, que casi desaparece de la escena.
El arte supera, pues, los
estrechos lindes que le había marcado la historia hasta ese momento y se
muestra a través de un pluralismo formal en el que ya no existen reglas sobre
lo que es arte y lo que no es arte. La pintura deja de ocupar el monopolio como
medio de expresión del arte y pasa a ser uno más de los medios posibles dentro
de la diversidad de medios y prácticas que definen el mundo del arte, un mundo
ocupado por instalaciones, perfomances, trabajos en tierra, videos, arte en la
red, acciones callejeras, etcétera. Es en esa línea en la que, a partir de
1968, aparecen una gran cantidad de comportamientos artísticos, sucediéndose y
superponiéndose a una velocidad vertiginosa: el pop art, el povera, el mínimal,
el conceptual, etcétera.
El arte posmoderno rompe también
los lindes asignados para entrar en los campos de la política y de la filosofía.
Políticamente, los artistas se muestran críticos con el sistema, incluso a
veces subversivos. Ello es debido a que se han liberado del control del
mercado. Este control se ejercía mediante los museos, galerías, coleccionistas,
etcétera, que actuaban como agentes conservadores del statu quo. Con el nuevo
arte los museos pasaron a estar estigmatizados como depositarios de objetos
opresivos, que poco tenían que decir a los mismos oprimidos.
En filosofía, el posmodernismo
se revela contra la posición relegada a la que Platón había llevado al arte.
Consideraba el filósofo que los artistas carecían de conocimiento, ya que,
según él, representaban una mala copia (la pintura) de una apariencia
imperfecta (el objeto) de la verdadera realidad (el ser). Con el nuevo arte no
se puede apreciar la diferencia entre realidad y representación, tal como quedó
patente en la ‘Brillo Box’ de Andy Warhol.
También el arte posmoderno se
inspira en la visión filosófica de la historia después de la historia de Marx y
Engels, en la que uno puede cultivar, cazar, pescar, etcétera, sin volverse
granjero, cazador o pescador. Se identifica además con la corriente
existencialista que hace furor por aquel tiempo, de la mano de Sastre, actor
destacado en aquellos convulsos años. También los artistas buscan su propia
identidad desde la libertad del ser humano, protagonista obligado de su propia
vida.
Finalmente, comparten
pensamiento con la filosofía analítica, preponderante en los años de la segunda
posguerra en el mundo de habla inglesa, cuyo máximo exponente fue Wittgenstein.
Señala Danto el paralelismo entre la denuncia que hizo esta filosofía de la Metafísica a la que
considera falsa y la ruptura del pop, y por extensión del arte posmoderno, con
la tradición artística anterior. La filosofía analítica utiliza la lógica del
lenguaje para explicar la realidad. Atada a la experiencia humana común en su
nivel más básico, pronuncia un discurso común que domina cualquiera. Además, se
puso al servicio de la humanidad. Lo mismo pasa con el arte pop, que celebra
las cosas más comunas de las vidas más comunes.
Termina Danto entonando un canto
al arte posmoderno: “Fue un tremendo cambio en la trama de la sociedad, una
demanda de liberación que no ha finalizado. La gente decidió que quería estar en
paz para perseguir la felicidad que figura en la corta lista de los derechos
fundamentales del hombre”.
Curso: 1º de filosofía de grado
Uned. Gijón
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