miércoles, 20 de agosto de 2014

Descartes, padre de la filosofía moderna

      La cosmovisión propia del antiguo régimen tuvo su origen en la antigüedad tardía y estaba asociada con  la Iglesia cristiana que adoptó, adaptó y asimiló el legado del pensamiento clásico, especialmente aristotélico, dando lugar a la intrincada estructura de la escolástica que monopolizó la cultura durante la Edad Media.
A comienzos del siglo XVII esta cosmovisión mantenía firme su dominio hasta el extremo que los jesuitas, que por aquél entonces protagonizaban la enseñanza en Europa, establecían la imposición de que “nadie debía defender o enseñar lo que se oponga, se aparte o sea desfavorable a la fe, ni en filosofía ni en teología”.
       No obstante, ya se había puesto en marcha una revolución que desafiaba la enseñanza oficial de la Iglesia. Los documentos clave de esa revolución –documentos que configurarían el pensamiento occidental durante al menos los trescientos años siguientes- fueron el “Discours sur la méthode de bien conduire la raison et chercher la verité dans les sciences” –en español, “El discurso del método”- publicado en 1637, y la “Philosophia naturalis principia mathemática”, publicada en 1687. El primero era de Descartes, el segundo de Isaac Newton.
        “El discurso del método” de Descartes fue un instrumento importante para dar impulso y dirección a las nuevas investigaciones, llamadas en la actualidad “ciencias naturales”, mediante las cuales la humanidad lograría mayor comprensión y dominio de la naturaleza. Parte de la contribución del “Discurso” de Descartes consistió en devolver la razón humana a una situación que le permitiera plantear preguntas hasta entonces consideradas  peligrosas por la ortodoxia religiosa. A este respecto, Descartes es al mundo moderno lo que Tales, llamado el “padre de la filosofía”, fue al mundo antiguo. La comparación es iluminadora. Tales planteó preguntas sobre la naturaleza y los orígenes del mundo y formuló respuestas que se apoyaban únicamente en la razón y la observación, sin apelar a explicaciones sobrenaturales: a los dioses, a leyendas, mitos o antiguas escrituras. Asumió que el mundo es un lugar con sentido y que el hombre es capaz de entenderlo. Su ejemplo franqueó una brillante época de libre pensamiento en la antigüedad clásica, que daría origen a la tradición occidental.
       Lo que Tales atribuyó al hombre en la antigüedad, Descartes se lo atribuyó al principio de la época moderna. Por ello es calificado a veces, acertadamente, de “padre de la filosofía moderna” para establecer la comparación. Desempeñó un papel central en el rescate de la investigación sobre las cosas sublunares del domino sofocante y rígido de la autoridad religiosa. No lo hizo mediante el rechazo de esa autoridad, pues por su propio testimonio fue un católico devoto durante toda su vida, sino separando las cosas del cielo de las cosas de la tierra, de modo que la razón científica pudiera investigar las últimas sin angustiarse por la ortodoxia. Las cosas del cielo quedaron intactas, sin que las amenazara –como pensaba y esperaba Descartes- lo que la investigación científica descubriera.
       Pero no sólo fueron las ideas de Descartes sobre el método lo que tuvo un impacto seminal. Su “Discurso” incluía tres ensayos, uno de ellos sobre óptica, donde se publicó por primera vez la ley de la refracción (que había sido descubierta independientemente por el holandés Willibrord Snell quince años antes), otro sobre fenómenos meteorológicos, que incluía la primera explicación satisfactoria del arco iris, y un tercero sobre geometría, donde Descartes presentaba al mundo los fundamentos de la geometría analítica, contribuyendo así al crecimiento crucial del entendimiento matemático que, a su vez, ayudaría al posterior progreso de la revolución científica del siglo XVII.
       La historia recuerda a René Descartes por llevar a cabo contribuciones  de importancia permanente en las matemáticas y la filosofía, y lo tiene en cuenta como una de las mayores figuras de la época que dio origen a los tiempos modernos. Descartes fue consciente de que sus logros en estas cuestiones eran significativos: no tenía motivos para desestimarlos ni deseo de hacerlo. Pero también se tuvo a sí mismo por médico y por científico de la medicina, y dedicó buena parte de su energía intelectual a esas esferas de la investigación. Una de sus esperanzas más queridas era que el uso del método de investigación que había anunciado en el “Discurso”, y que en su opinión ofrecía una clave de todo el conocimiento, franqueara los secretos de la salud y la longevidad. Más tarde, en respuesta a los requerimientos de dos admiradoras regias, se aventuraría también en la ética y la psicología moral. Pero su nombre perdura por su legado matemático y por la primera época de su filosofía, que le sitúan en un panteón junto a Francis Bacon, Thomas Hobbes, Galileo Galilei, William Harvey, Blaise Pascal, Spinoza, Leibniz y otras luminarias filosóficas y científicas de la primera mitad del siglo XVII.
       Como queda dicho, en el “Discurso del método” Descartes plantea sus revolucionarias aportaciones sobre la filosofía y la ciencia cartesiana. Parte para ello de la consideración de que “la finalidad del estudio debe ser guiar al espíritu para formar juicios verdaderos y sensatos sobre todo aquello que se le presente” y de que “las ciencias, en su totalidad, son la inteligencia humana, y todos los detalles del conocimiento no tienen otro valor que el de fortalecer el entendimiento”. Esto implica expresamente que el propósito de la filosofía –entendida como investigación en el sentido más amplio- no es la mera acumulación de datos e información, ni la mera erudición, sino lograr la comprensión de las cosas, que es algo más que conocimiento. La ruta que lleva allí es su método.
       La causa inicial que llevó a Descartes a formular su método científico fue la constatación de que los estudios de geometría y aritmética que se habían hecho hasta el momento, si bien proporcionaban muchas verdades y aportaban materiales para deducir otras, no se explicaban a sí mismas suficientemente, es decir, no mostraban por qué sus verdades eran verdaderas. Descartes sabía que los descubrimientos de los antiguos matemáticos carecían de principios generales que explicaran la relación entre los distintos descubrimientos. En casi todos los casos, los descubrimientos de la antigua geometría y aritmética eran un triunfo del ingenio individual. Hacía falta un modo de relacionar entre sí los diferentes aspectos de la geometría  y de expresarlos con una notación común que permitiera la generalización de los descubrimientos.
Estas reflexiones, focalizadas sobre las matemáticas, las generalizó al resto de las ciencias y le llevaron a la conclusión de que podemos llegar a conocer cuanto deseamos si empezamos por el elemento más simple y, después de constatar su indudable verdad,  pasamos lenta y cuidadosamente al elemento siguiente, y así sucesivamente.
       Los elementos más sencillos se distinguen por su carácter intuitivo y pueden percibirse “clara y distintamente”. La verdad, en general, requiere una percepción clara y distinta de su objeto; puesto que los objetos de conocimiento constituyen una serie que cada uno puede entenderse en los términos del que le precede, es obvio –argumenta Descartes- que la investigación debe empezar por el elemento más sencillo y luego seguir cuidadosamente hasta recorrer toda la serie, comprendiendo así cada una de las relaciones.
“Pienso, luego existo” le parecía a Descartes el paradigma de una verdad inicial distinta y directamente captable, el primer paso que se requiere en la investigación metafísica. Esto le llevaba  a lo que consideraba la siguiente verdad: que era esencialmente una “cosa pensante” –espíritu o alma- cuya existencia es independiente del cuerpo. En geometría, Descartes resolvería el problema de dar un tratamiento general a las curvas al reducirlas rectas y de localizar un punto mediante la determinación de su distancia desde dos líneas rectas (el sistema cartesiano de ejes de coordenadas). En el caso de la física, la idea primordial era que el universo material puede entenderse por completo en términos de extensión espacial y movimiento.
       Pero no es suficiente con “Pienso, luego existo” ni con las percepciones claras y distintas mediante las que avanza la investigación de acuerdo con el método. Falta un elemento crucial: la existencia de un Dios bueno que no permitirá que nos extraviemos en nuestros razonamientos si usamos nuestros poderes intelectuales responsable y cuidadosamente. No se trata sólo de la existencia, sino de la bondad de Dios, que asegura que el uso correcto de nuestras facultades nos llevará a la verdad, en el supuesto  de que nos guardemos de nuestra propensión natural y pecaminosa al error. Pero veamos cómo inicia Descartes su original método:
       Durante mucho tiempo había observado que, en la vida práctica, es necesario a veces seguir opiniones que sabemos que son bastante inciertas como si fueran indudables.  Pero puesto que ahora yo sólo deseaba dedicarme a la búsqueda de la verdad, juzgué necesario hacer lo contrario y rechazar como si fuera absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, para ver si podía seguir creyendo en algo que fuera por completo indudable. Así, dado que nuestros sentidos nos engañan en ocasiones, decidí suponer que nada fuera como los sentidos nos llevan a imaginar, y puesto que hay quien se equivoca al razonar y cometen falacias lógicas respecto a las cuestiones más sencillas de geometría, y puesto que juzgaba que yo estaba tan inclinado al error como cualquiera, rechacé por infundados todos los argumentos que antes había considerado demostraciones. Por fin, considerando que los pensamientos que tenemos mientras estamos despiertos también podían ocurrir mientras dormimos sin que ninguno de ellos fuera verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta ese momento había pensado no eran más ciertas que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente me di cuenta de que mientras trataba de pensar que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuera algo. Al advertir que la verdad ‘Pienso, luego existo’ era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de conmoverla, decidí que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que estaba buscando.
       A partir de esta evidencia deduce Descartes la segunda verdad igualmente incuestionable: la existencia de su “yo” como sustancia pensante que existe independientemente del cuerpo, es decir, descubre el alma inmortal. Lo explica así:
       Luego examiné con atención lo que yo era. Me di cuenta de que, si bien podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo  ni lugar donde yo pudiera estar, no podía fingir que no existía. Me di cuenta, por el contrario, de que, del mero hecho de pensar en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía con toda evidencia y certeza que yo existía, mientras que si yo hubiera dejado de pensar, incluso si todo lo que yo había imaginado alguna vez hubiera sido verdadero, no tendría razón para creer que yo existía. Con esto supe que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que no requiere de ningún lugar ni depende de ninguna cosa material para existir. Por tanto, este “yo” –es decir, el alma por la que soy lo que soy- es enteramente distinto del cuerpo y, de hecho, es más fácil de conocer que el cuerpo, y no dejaría de ser lo que es aunque el cuerpo no existiera.
       En el siguiente paso, Descartes se encuentra a sí mismo como sustancia limitada por ser capaz de cometer errores. Comprende entonces la necesidad de la existencia de Dios, sustancia infinita, sin limitaciones de ningún tipo. Lo demuestra con el siguiente argumento ontológico: Si puedo dudar es que no soy perfecto, pues hay más perfección en conocer que en dudar. Si yo no soy perfecto, esta idea de perfección que encuentro en mi mente tiene que proceder de alguien distinto de mí y más perfecto que yo. Tiene que proceder de alguien que sea Dios. Por consiguiente, tiene que existir un ser más perfecto que yo y ése es Dios.
       La existencia de Dios es para Descartes una garantía de que nuestras ideas, en la medida en que sean claras y distintas, se corresponderán con la realidad externa, pues, por su eterna bondad, Dios no permitiría que estuviésemos engañados. Estamos en el paso cuatro.
       En el doble paso siguiente se ocupa de demostrar cual es la esencia de las dos sustancias finitas. Afirma que el pensamiento es la esencia del ‘yo’ o alma, mientras que la extensión es la esencia del cuerpo. Finaliza su exposición demostrando la existencia de las cosas materiales o sustancia extensa.
Con esta reflexión Descartes confirma el “dualismo cartesiano”, estratagema que el filósofo utilizó para evitar la condena de la Iglesia (aunque es comúnmente admitido que Descartes era sincero respecto a sus creencias religiosas). Al partir de la existencia de dos mundos, uno material y visible, percibido por los sentidos y otro espiritual e invisible, el filósofo pudo explicar racional y científicamente el universo, es decir, el mundo material, sin cuestionar la existencia de Dios, el alma inmortal y demás mitos religiosos de los que daban cuenta la Biblia y los ministros de la Iglesia.
       La pretensión de Descartes de dejar fuera de la investigación científica a Dios y al alma humana fue quebrada por Spinoza, que al concebir una única sustancia a la que llama Dios y que identifica con el universo, da paso a la razón para que pueda conocer científicamente ese Dios-universo. Respecto al alma, al considerarla como una cosa más del universo (modo en terminología spinoziana), si bien con una esencia espiritual, sometida igualmente a las leyes causales que rigen éste, y estar íntimamente vinculada al cuerpo –por lo que pierde el carácter de inmortalidad-, también puede ser objeto de investigación científica.


                                                                  Gijón, 2009  

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