A comienzos del siglo XVII esta cosmovisión
mantenía firme su dominio hasta el extremo que los jesuitas, que por aquél
entonces protagonizaban la enseñanza en Europa, establecían la imposición de
que “nadie debía defender o enseñar lo que se oponga, se aparte o sea
desfavorable a la fe, ni en filosofía ni en teología”.
No obstante, ya se había puesto en marcha una
revolución que desafiaba la enseñanza oficial de la Iglesia. Los
documentos clave de esa revolución –documentos que configurarían el pensamiento
occidental durante al menos los trescientos años siguientes- fueron el
“Discours sur la méthode de bien conduire la raison et chercher la verité dans les
sciences” –en español, “El discurso del método”- publicado en 1637, y la
“Philosophia naturalis principia mathemática”, publicada en 1687. El primero
era de Descartes, el segundo de Isaac Newton.
“El discurso
del método” de Descartes fue un instrumento importante para dar impulso y
dirección a las nuevas investigaciones, llamadas en la actualidad “ciencias
naturales”, mediante las cuales la humanidad lograría mayor comprensión y
dominio de la naturaleza. Parte de la contribución del “Discurso” de Descartes
consistió en devolver la razón humana a una situación que le permitiera
plantear preguntas hasta entonces consideradas
peligrosas por la ortodoxia religiosa. A este respecto, Descartes es al
mundo moderno lo que Tales, llamado el “padre de la filosofía”, fue al mundo
antiguo. La comparación es iluminadora. Tales planteó preguntas sobre la
naturaleza y los orígenes del mundo y formuló respuestas que se apoyaban
únicamente en la razón y la observación, sin apelar a explicaciones
sobrenaturales: a los dioses, a leyendas, mitos o antiguas escrituras. Asumió
que el mundo es un lugar con sentido y que el hombre es capaz de entenderlo. Su
ejemplo franqueó una brillante época de libre pensamiento en la antigüedad
clásica, que daría origen a la tradición occidental.
Lo que Tales atribuyó al hombre en la antigüedad,
Descartes se lo atribuyó al principio de la época moderna. Por ello es
calificado a veces, acertadamente, de “padre de la filosofía moderna” para
establecer la comparación. Desempeñó un papel central en el rescate de la
investigación sobre las cosas sublunares del domino sofocante y rígido de la
autoridad religiosa. No lo hizo mediante el rechazo de esa autoridad, pues por
su propio testimonio fue un católico devoto durante toda su vida, sino separando
las cosas del cielo de las cosas de la tierra, de modo que la razón científica
pudiera investigar las últimas sin angustiarse por la ortodoxia. Las cosas del
cielo quedaron intactas, sin que las amenazara –como pensaba y esperaba
Descartes- lo que la investigación científica descubriera.
Pero no sólo fueron las ideas de Descartes sobre el
método lo que tuvo un impacto seminal. Su “Discurso” incluía tres ensayos, uno
de ellos sobre óptica, donde se publicó por primera vez la ley de la refracción
(que había sido descubierta independientemente por el holandés Willibrord Snell
quince años antes), otro sobre fenómenos meteorológicos, que incluía la primera
explicación satisfactoria del arco iris, y un tercero sobre geometría, donde
Descartes presentaba al mundo los fundamentos de la geometría analítica,
contribuyendo así al crecimiento crucial del entendimiento matemático que, a su
vez, ayudaría al posterior progreso de la revolución científica del siglo XVII.
La historia recuerda a René Descartes por llevar a
cabo contribuciones de importancia
permanente en las matemáticas y la filosofía, y lo tiene en cuenta como una de
las mayores figuras de la época que dio origen a los tiempos modernos.
Descartes fue consciente de que sus logros en estas cuestiones eran significativos:
no tenía motivos para desestimarlos ni deseo de hacerlo. Pero también se tuvo a
sí mismo por médico y por científico de la medicina, y dedicó buena parte de su
energía intelectual a esas esferas de la investigación. Una de sus esperanzas
más queridas era que el uso del método de investigación que había anunciado en
el “Discurso”, y que en su opinión ofrecía una clave de todo el conocimiento,
franqueara los secretos de la salud y la longevidad. Más tarde, en respuesta a
los requerimientos de dos admiradoras regias, se aventuraría también en la
ética y la psicología moral. Pero su nombre perdura por su legado matemático y
por la primera época de su filosofía, que le sitúan en un panteón junto a
Francis Bacon, Thomas Hobbes, Galileo Galilei, William Harvey, Blaise Pascal,
Spinoza, Leibniz y otras luminarias filosóficas y científicas de la primera
mitad del siglo XVII.
Como queda dicho, en el “Discurso del método”
Descartes plantea sus revolucionarias aportaciones sobre la filosofía y la
ciencia cartesiana. Parte para ello de la consideración de que “la finalidad
del estudio debe ser guiar al espíritu para formar juicios verdaderos y
sensatos sobre todo aquello que se le presente” y de que “las ciencias, en su
totalidad, son la inteligencia humana, y todos los detalles del conocimiento no
tienen otro valor que el de fortalecer el entendimiento”. Esto implica
expresamente que el propósito de la filosofía –entendida como investigación en
el sentido más amplio- no es la mera acumulación de datos e información, ni la
mera erudición, sino lograr la comprensión de las cosas, que es algo más que
conocimiento. La ruta que lleva allí es su método.
La causa inicial que llevó a Descartes a formular
su método científico fue la constatación de que los estudios de geometría y
aritmética que se habían hecho hasta el momento, si bien proporcionaban muchas
verdades y aportaban materiales para deducir otras, no se explicaban a sí
mismas suficientemente, es decir, no mostraban por qué sus verdades eran
verdaderas. Descartes sabía que los descubrimientos de los antiguos matemáticos
carecían de principios generales que explicaran la relación entre los distintos
descubrimientos. En casi todos los casos, los descubrimientos de la antigua
geometría y aritmética eran un triunfo del ingenio individual. Hacía falta un
modo de relacionar entre sí los diferentes aspectos de la geometría y de expresarlos con una notación común que
permitiera la generalización de los descubrimientos.
Estas reflexiones, focalizadas sobre las
matemáticas, las generalizó al resto de las ciencias y le llevaron a la
conclusión de que podemos llegar a conocer cuanto deseamos si empezamos por el
elemento más simple y, después de constatar su indudable verdad, pasamos lenta y cuidadosamente al elemento
siguiente, y así sucesivamente.
Los elementos más sencillos se distinguen por su
carácter intuitivo y pueden percibirse “clara y distintamente”. La verdad, en
general, requiere una percepción clara y distinta de su objeto; puesto que los
objetos de conocimiento constituyen una serie que cada uno puede entenderse en
los términos del que le precede, es obvio –argumenta Descartes- que la
investigación debe empezar por el elemento más sencillo y luego seguir
cuidadosamente hasta recorrer toda la serie, comprendiendo así cada una de las
relaciones.
“Pienso, luego existo” le parecía a Descartes el
paradigma de una verdad inicial distinta y directamente captable, el primer
paso que se requiere en la investigación metafísica. Esto le llevaba a lo que consideraba la siguiente verdad: que
era esencialmente una “cosa pensante” –espíritu o alma- cuya existencia es
independiente del cuerpo. En geometría, Descartes resolvería el problema de dar
un tratamiento general a las curvas al reducirlas rectas y de localizar un
punto mediante la determinación de su distancia desde dos líneas rectas (el
sistema cartesiano de ejes de coordenadas). En el caso de la física, la idea
primordial era que el universo material puede entenderse por completo en
términos de extensión espacial y movimiento.
Pero no es suficiente con “Pienso, luego existo” ni
con las percepciones claras y distintas mediante las que avanza la
investigación de acuerdo con el método. Falta un elemento crucial: la
existencia de un Dios bueno que no permitirá que nos extraviemos en nuestros
razonamientos si usamos nuestros poderes intelectuales responsable y
cuidadosamente. No se trata sólo de la existencia, sino de la bondad de Dios,
que asegura que el uso correcto de nuestras facultades nos llevará a la verdad,
en el supuesto de que nos guardemos de
nuestra propensión natural y pecaminosa al error. Pero veamos cómo inicia
Descartes su original método:
Durante mucho
tiempo había observado que, en la vida práctica, es necesario a veces seguir
opiniones que sabemos que son bastante inciertas como si fueran
indudables. Pero puesto que ahora yo
sólo deseaba dedicarme a la búsqueda de la verdad, juzgué necesario hacer lo
contrario y rechazar como si fuera absolutamente falso todo aquello en lo que
pudiera imaginar la menor duda, para ver si podía seguir creyendo en algo que
fuera por completo indudable. Así, dado que nuestros sentidos nos engañan en
ocasiones, decidí suponer que nada fuera como los sentidos nos llevan a
imaginar, y puesto que hay quien se equivoca al razonar y cometen falacias
lógicas respecto a las cuestiones más sencillas de geometría, y puesto que
juzgaba que yo estaba tan inclinado al error como cualquiera, rechacé por
infundados todos los argumentos que antes había considerado demostraciones. Por
fin, considerando que los pensamientos que tenemos mientras estamos despiertos
también podían ocurrir mientras dormimos sin que ninguno de ellos fuera
verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta ese momento había
pensado no eran más ciertas que las ilusiones de mis sueños. Pero
inmediatamente me di cuenta de que mientras trataba de pensar que todo era
falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuera algo. Al advertir que la
verdad ‘Pienso, luego existo’ era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos eran incapaces de conmoverla,
decidí que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la
filosofía que estaba buscando.
A partir de esta evidencia deduce Descartes la
segunda verdad igualmente incuestionable: la existencia de su “yo” como
sustancia pensante que existe independientemente del cuerpo, es decir, descubre
el alma inmortal. Lo explica así:
Luego examiné con atención lo que yo era. Me
di cuenta de que, si bien podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar donde yo pudiera estar, no podía
fingir que no existía. Me di cuenta, por el contrario, de que, del mero hecho
de pensar en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía con toda
evidencia y certeza que yo existía, mientras que si yo hubiera dejado de
pensar, incluso si todo lo que yo había imaginado alguna vez hubiera sido
verdadero, no tendría razón para creer que yo existía. Con esto supe que yo era
una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que no requiere de ningún
lugar ni depende de ninguna cosa material para existir. Por tanto, este “yo”
–es decir, el alma por la que soy lo que soy- es enteramente distinto del
cuerpo y, de hecho, es más fácil de conocer que el cuerpo, y no dejaría de ser
lo que es aunque el cuerpo no existiera.
En el siguiente paso, Descartes se encuentra a sí
mismo como sustancia limitada por ser capaz de cometer errores. Comprende
entonces la necesidad de la existencia de Dios, sustancia infinita, sin
limitaciones de ningún tipo. Lo demuestra con el siguiente argumento
ontológico: Si puedo dudar es que no soy perfecto, pues hay más perfección en
conocer que en dudar. Si yo no soy perfecto, esta idea de perfección que
encuentro en mi mente tiene que proceder de alguien distinto de mí y más
perfecto que yo. Tiene que proceder de alguien que sea Dios. Por consiguiente,
tiene que existir un ser más perfecto que yo y ése es Dios.
La existencia de Dios es para Descartes una
garantía de que nuestras ideas, en la medida en que sean claras y distintas, se
corresponderán con la realidad externa, pues, por su eterna bondad, Dios no
permitiría que estuviésemos engañados. Estamos en el paso cuatro.
En el doble paso siguiente se ocupa de demostrar
cual es la esencia de las dos sustancias finitas. Afirma que el pensamiento es
la esencia del ‘yo’ o alma, mientras que la extensión es la esencia del cuerpo.
Finaliza su exposición demostrando la existencia de las cosas materiales o
sustancia extensa.
Con esta reflexión Descartes confirma el “dualismo
cartesiano”, estratagema que el filósofo utilizó para evitar la condena de la Iglesia (aunque es
comúnmente admitido que Descartes era sincero respecto a sus creencias
religiosas). Al partir de la existencia de dos mundos, uno material y visible,
percibido por los sentidos y otro espiritual e invisible, el filósofo pudo
explicar racional y científicamente el universo, es decir, el mundo material,
sin cuestionar la existencia de Dios, el alma inmortal y demás mitos religiosos
de los que daban cuenta la
Biblia y los ministros de la Iglesia.
La pretensión de Descartes de dejar fuera de la
investigación científica a Dios y al alma humana fue quebrada por Spinoza, que
al concebir una única sustancia a la que llama Dios y que identifica con el
universo, da paso a la razón para que pueda conocer científicamente ese
Dios-universo. Respecto al alma, al considerarla como una cosa más del universo
(modo en terminología spinoziana), si bien con una esencia espiritual, sometida
igualmente a las leyes causales que rigen éste, y estar íntimamente vinculada
al cuerpo –por lo que pierde el carácter de inmortalidad-, también puede ser
objeto de investigación científica.
Gijón, 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario