martes, 5 de agosto de 2014

Democracia liberal y democracia republicana


No existe en la actualidad una teoría universalmente aceptada de lo que se entiende por democracia y de cuáles son sus valores éticos y las reglas del juego por las que se rige. De ahí que haya diversas versiones de la misma, pudiendo reducirse su clasificación a dos modelos, sin que por ello se adultere mayormente la realidad. Se trata de la democracia liberal y la democracia republicana.
Podemos decir que la primera es la que hay en la actualidad (defendida sobre todo por la derecha) y la segunda la que debería haber (según algunos, mayormente de izquierdas), siendo los rasgos más importantes que definen uno y otro modelo los siguientes:
Los primeros son realistas (empiristas) y dicen que ‘es lo que hay’ y consecuentemente hay que aceptarlo (el hombre es como es y no puede cambiar). Los segundos son teóricos (normativos) y dicen que lo que hay es malo y se puede y se debe cambiar. Creen que el hombre puede mejorar mediante una educación adecuada y una acción política bien dirigida. Sus defensores creen, por tanto, en la utopía como forma de progreso.
Así las cosas, es fácil deducir que los defensores de la democracia liberal lo tienen más fácil que los otros, por cuanto es más fácil conservar (cuentan con el enorme peso de la tradición) que innovar (que supone ir contra corriente). Las características más destacadas de uno y otro modelo son:

Democracia liberal. El rasgo más importante en que se basa este sistema para considerarse democrático es el de las elecciones que, con sufragio universal, se celebran periódicamente y de las que sale un gobierno que ejerce el poder político. Los partidos (generalmente un sistema bipartidista) compiten entre sí con el único objetivo de hacerse con el poder y lo hacen desde una perspectiva economicista, es decir, a la manera en que las empresas compiten en el mercado para ganar clientes. La única diferencia es que las empresas buscan compradores y los partidos votantes. La política, pues, en este sistema es concebida como un mercado y los votantes (ciudadanos) se guían por principios de beneficio personal, es decir, votarán a aquellos líderes que les ofrezcan más posibilidades de elevar su nivel material de vida (para ellos y sus familias), entendiendo por tal mejora una mayor posibilidad de consumir (estamos en la sociedad consumista).
En este sistema la política se reduce hasta casi desaparecer (se ve más como un engorro que como un beneficio) y los partidos tienen carácter personalista, por lo que se valora mucho al líder. Los militantes desempeñan el papel de seguidores o palmeros, con poco protagonismo en el partido (nada de críticas). Los políticos se convierten así en tecnócratas que gobiernan con criterios racionalistas (aprovechar al máximo los recursos para obtener el mayor beneficio).
En este sistema se valoran mucho las tradiciones (por eso se dice conservador), de manera que las religiones, los nacionalismos, la propiedad privada, los privilegios, etc., tienen un papel destacado. Defienden un concepto de libertad que se llama negativa que consiste en que el individuo tiene que tener las menores trabas posibles para ejercer su voluntad y su ideal de vida (hacerse rico, por ejemplo). De ahí el carácter individualista de este sistema y que el papel del Estado se reduzca hasta un nivel que apenas pasa de mantener el orden (el estado gendarme). Los mercados están desrregulados (el Estado no interviene en la economía) porque se considera que así se generará más riqueza, dejándose a una supuesta ‘mano invisible’ el reparto de la misma.
Las consecuencias de este sistema están a la vista: entre otras, las desigualdades y las injusticias sociales aumentan, generando el enriquecimiento desmesurado de unos, frente al empobrecimiento absoluto de otros; la producción incontrolada destruye el medio ambiente; y los individuos, sometidos al darwinismo social, se deshumanizan, porque, al poner en el consumo el sentido de sus vidas, se vuelven egoístas e indiferentes al sufrimiento de sus semejantes a los que consideran culpables de su desgracia por no ser suficientemente competitivos.

Democracia republicana. También llamada participativa, deliberativa, fuerte, etc., se caracteriza porque la política tiene un papel preponderante en el ámbito de lo público. Los ciudadanos adquieren un gran protagonismo en la toma de decisiones de los asuntos públicos, teniendo un papel mucho más activo en las instituciones (partidos, sindicatos, etc.). Los valores y normas (leyes) por las que se rige la sociedad son las que los ciudadanos deciden que sean y no las heredadas. La libertad es entendida como positiva, que consiste en que se le da al ciudadano (a todos) la posibilidad de participar en los asuntos públicos (la política). Los ciudadanos tendrán, por tanto, más protagonismo en los partidos políticos, por ejemplo, asumiendo las responsabilidades de la elaboración de la política (programa), elección de representantes y control de los mismos. El papel del Estado adquiere más importancia, pues debe posibilitar la participación de todos en la política, equilibrando, por tanto, el poder económico de los mercados.
Este modelo de democracia responde más a un objetivo, un ideal (una utopía) que a una realidad, de ahí la dificultad que presenta. Para empezar requiere un tipo de ciudadano distinto al actual, es decir, al consumista que conocemos, el cual, como queda dicho, piensa y actúa con los criterios de la democracia liberal anteriormente descrita. El ciudadano capaz de materializar la democracia participativa (ciudadano republicano) ha de responder al perfil siguiente:   

El ciudadano se define precisamente por lo que hace en el proceso democrático, en el sentido de que es el propio proceso democrático el que transforma sustancialmente las expectativas del ciudadano, el que hace al ciudadano auténtico. El ciudadano de la democracia participativa no es un mero continuador o defensor de intereses previos de índole económica o social, sino que es un hombre transformado por el propio proceso democrático. El proceso participativo genera un nuevo individuo, las instituciones políticas democráticas posibilitan que los individuos desarrollen sus propias capacidades. Para este tipo de democracia, la participación política es mucho más que emitir un voto periódicamente e implica un desarrollo más pleno del individuo. La democracia participativa requiere procesos amplios de deliberación y de toma de decisión y la cualificación de los participantes para involucrarse en ellos. El elemento democrático básico ya no está tanto en la cuestión de que gobierne la mayoría y de cómo ésta gobierna, sino más bien en el proceso de manifestación de opiniones, en la discusión y en el intento de convencer a los otros.
Las dificultades que presenta tal transformación del individuo son bien notorias, de ahí las críticas que recibe la democracia participativa que se manifiestan en los siguientes términos:
La democracia participativa ha recibido además críticas dirigidas a distintos aspectos de sus planteamientos. Algunas críticas giran en torno a la primacía que le da a lo normativo (teórico) con abandono del conocimiento de la realidad existente, pues los ciudadanos son como son y no como debieran ser. Se le critica, en definitiva, que no opera con una visión realista del hombre y del ciudadano. No toma en consideración que el ciudadano también quiera obtener el máximo beneficio para sus intereses y que sólo en condiciones especiales esté dispuesto a seguir una actividad de cooperación guiada por el bien común.
 Por otro lado se le señala que la participación democrática profunda se encuentra realmente ante un dilema: se espera una participación intensa de los ciudadanos cuando éstos carecen de los requisitos para poder llevarla a cabo. La participación ciudadana requiere un alto nivel de información y de cualificación para participar adecuadamente en la formación de la voluntad política y en la toma de decisiones que se propone, pero el ciudadano ni dispone habitualmente de toda la información requerida para ello ni la cualificación necesaria pues el acceso general a la información sobre las distintas propuestas sobre las que deliberar implica un coste elevado, además de que ese coste no guarda una relación racional con el beneficio a obtener de la participación política. En definitiva, los teóricos de la democracia participativa exigen y esperan mucho más del ciudadano y del demos que lo que la situación presente permite.

Es en este contexto donde creo hay que dirigir la mirada hacia los ilustrados para retomar su sentido de la vida, que no era el consumista de hoy, sino el saber, es decir buscaban la felicidad no en la posesión sino en el conocimiento, de ahí la máxima por la que regían sus vidas: ¡Atrévete a saber!

Bibliografía:
La democracia ayer y hoy-
Ciudad y ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política.                                                                                     

  Juan Manso.


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