No existe en la actualidad una
teoría universalmente aceptada de lo que se entiende por democracia y de cuáles
son sus valores éticos y las reglas del juego por las que se rige. De ahí que
haya diversas versiones de la misma, pudiendo reducirse su clasificación a dos
modelos, sin que por ello se adultere mayormente la realidad. Se trata de la
democracia liberal y la democracia republicana.
Podemos decir que la primera es
la que hay en la actualidad (defendida sobre todo por la derecha) y la segunda
la que debería haber (según algunos, mayormente de izquierdas), siendo los
rasgos más importantes que definen uno y otro modelo los siguientes:
Los primeros son realistas
(empiristas) y dicen que ‘es lo que hay’ y consecuentemente hay que aceptarlo
(el hombre es como es y no puede cambiar). Los segundos son teóricos
(normativos) y dicen que lo que hay es malo y se puede y se debe cambiar. Creen
que el hombre puede mejorar mediante una educación adecuada y una acción política
bien dirigida. Sus defensores creen, por tanto, en la utopía como forma de
progreso.
Así las cosas, es fácil deducir
que los defensores de la democracia liberal lo tienen más fácil que los otros,
por cuanto es más fácil conservar (cuentan con el enorme peso de la tradición)
que innovar (que supone ir contra corriente). Las características más
destacadas de uno y otro modelo son:
Democracia liberal. El rasgo más importante en que se basa este sistema para
considerarse democrático es el de las elecciones que, con sufragio universal,
se celebran periódicamente y de las que sale un gobierno que ejerce el poder político.
Los partidos (generalmente un sistema bipartidista) compiten entre sí con el
único objetivo de hacerse con el poder y lo hacen desde una perspectiva
economicista, es decir, a la manera en que las empresas compiten en el mercado
para ganar clientes. La única diferencia es que las empresas buscan compradores
y los partidos votantes. La política, pues, en este sistema es concebida como
un mercado y los votantes (ciudadanos) se guían por principios de beneficio
personal, es decir, votarán a aquellos líderes que les ofrezcan más
posibilidades de elevar su nivel material de vida (para ellos y sus familias),
entendiendo por tal mejora una mayor posibilidad de consumir (estamos en la
sociedad consumista).
En este sistema la política se
reduce hasta casi desaparecer (se ve más como un engorro que como un beneficio)
y los partidos tienen carácter personalista, por lo que se valora mucho al
líder. Los militantes desempeñan el papel de seguidores o palmeros, con poco
protagonismo en el partido (nada de críticas). Los políticos se convierten así
en tecnócratas que gobiernan con criterios racionalistas (aprovechar al máximo
los recursos para obtener el mayor beneficio).
En este sistema se valoran mucho
las tradiciones (por eso se dice conservador), de manera que las religiones,
los nacionalismos, la propiedad privada, los privilegios, etc., tienen un papel
destacado. Defienden un concepto de libertad que se llama negativa que consiste
en que el individuo tiene que tener las menores trabas posibles para ejercer su
voluntad y su ideal de vida (hacerse rico, por ejemplo). De ahí el carácter
individualista de este sistema y que el papel del Estado se reduzca hasta un
nivel que apenas pasa de mantener el orden (el estado gendarme). Los mercados
están desrregulados (el Estado no interviene en la economía) porque se
considera que así se generará más riqueza, dejándose a una supuesta ‘mano
invisible’ el reparto de la misma.
Las consecuencias de este
sistema están a la vista: entre otras, las desigualdades y las injusticias
sociales aumentan, generando el enriquecimiento desmesurado de unos, frente al empobrecimiento
absoluto de otros; la producción incontrolada destruye el medio ambiente; y los
individuos, sometidos al darwinismo social, se deshumanizan, porque, al poner
en el consumo el sentido de sus vidas, se vuelven egoístas e indiferentes al
sufrimiento de sus semejantes a los que consideran culpables de su desgracia
por no ser suficientemente competitivos.
Democracia republicana. También llamada participativa, deliberativa, fuerte, etc., se
caracteriza porque la política tiene un papel preponderante en el ámbito de lo
público. Los ciudadanos adquieren un gran protagonismo en la toma de decisiones
de los asuntos públicos, teniendo un papel mucho más activo en las
instituciones (partidos, sindicatos, etc.). Los valores y normas (leyes) por
las que se rige la sociedad son las que los ciudadanos deciden que sean y no las
heredadas. La libertad es entendida como positiva, que consiste en que se le da
al ciudadano (a todos) la posibilidad de participar en los asuntos públicos (la
política). Los ciudadanos tendrán, por tanto, más protagonismo en los partidos
políticos, por ejemplo, asumiendo las responsabilidades de la elaboración de la
política (programa), elección de representantes y control de los mismos. El
papel del Estado adquiere más importancia, pues debe posibilitar la
participación de todos en la política, equilibrando, por tanto, el poder
económico de los mercados.
Este modelo de democracia
responde más a un objetivo, un ideal (una utopía) que a una realidad, de ahí la
dificultad que presenta. Para empezar requiere un tipo de ciudadano distinto al
actual, es decir, al consumista que conocemos, el cual, como queda dicho,
piensa y actúa con los criterios de la democracia liberal anteriormente
descrita. El ciudadano capaz de materializar la democracia participativa
(ciudadano republicano) ha de responder al perfil siguiente:
El ciudadano se define
precisamente por lo que hace en el proceso democrático, en el sentido de que es
el propio proceso democrático el que transforma sustancialmente las
expectativas del ciudadano, el que hace al ciudadano auténtico. El ciudadano de
la democracia participativa no es un mero continuador o defensor de intereses
previos de índole económica o social, sino que es un hombre transformado por el
propio proceso democrático. El proceso participativo genera un nuevo individuo,
las instituciones políticas democráticas posibilitan que los individuos
desarrollen sus propias capacidades. Para este tipo de democracia, la
participación política es mucho más que emitir un voto periódicamente e implica
un desarrollo más pleno del individuo. La democracia participativa requiere
procesos amplios de deliberación y de toma de decisión y la cualificación de
los participantes para involucrarse en ellos. El elemento democrático básico ya
no está tanto en la cuestión de que gobierne la mayoría y de cómo ésta
gobierna, sino más bien en el proceso de manifestación de opiniones, en la
discusión y en el intento de convencer a los otros.
Las dificultades que presenta
tal transformación del individuo son bien notorias, de ahí las críticas que
recibe la democracia participativa que se manifiestan en los siguientes
términos:
La democracia
participativa ha recibido además críticas dirigidas a distintos aspectos de sus
planteamientos. Algunas críticas giran en torno a la primacía que le da a lo
normativo (teórico) con abandono del conocimiento de la realidad existente,
pues los ciudadanos son como son y no como debieran ser. Se le critica, en
definitiva, que no opera con una visión realista del hombre y del ciudadano. No
toma en consideración que el ciudadano también quiera obtener el máximo
beneficio para sus intereses y que sólo en condiciones especiales esté
dispuesto a seguir una actividad de cooperación guiada por el bien común.
Por otro lado se le señala que la
participación democrática profunda se encuentra realmente ante un dilema: se
espera una participación intensa de los ciudadanos cuando éstos carecen de los
requisitos para poder llevarla a cabo. La participación ciudadana requiere un
alto nivel de información y de cualificación para participar adecuadamente en
la formación de la voluntad política y en la toma de decisiones que se propone,
pero el ciudadano ni dispone habitualmente de toda la información requerida
para ello ni la cualificación necesaria pues el acceso general a la información
sobre las distintas propuestas sobre las que deliberar implica un coste
elevado, además de que ese coste no guarda una relación racional con el
beneficio a obtener de la participación política. En definitiva, los teóricos
de la democracia participativa exigen y esperan mucho más del ciudadano y del demos que lo que la situación presente
permite.
Es en este contexto donde creo
hay que dirigir la mirada hacia los ilustrados para retomar su sentido de la
vida, que no era el consumista de hoy, sino el saber, es decir buscaban la
felicidad no en la posesión sino en el conocimiento, de ahí la máxima por la
que regían sus vidas: ¡Atrévete a saber!
Bibliografía:
La democracia ayer y hoy-
Ciudad y ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política.
La democracia ayer y hoy-
Ciudad y ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política.
Juan Manso.
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