Creo que la enseñanza ha de
ejercerse con base a tres principios: ser pública, laica y de buena calidad.
Pública, porque al ser la
enseñanza un derecho fundamental de la persona, el Estado ha de asumir la
responsabilidad de que la reciban todos en condiciones de igualdad, sin
discriminación alguna ni por razones económicas, ni de raza o religión, ni por
el lugar de residencia, etcétera. Igualmente, no puede ser objeto de
especulación por parte de nadie.
Laica, porque por medio de la
enseñanza los niños (y los adultos) han de descubrir el mundo a través de la
razón, del conocimiento y no de la fe. Muy atrás queda ya en el tiempo la época
de la Ilustración
en donde el ser humano se propuso el desafío cultural del ‘Atrévete a saber’, y
más atrás aún, cuando un filósofo, Sócrates, nos proponía como ideal de vida
luchar por superar la ignorancia.
Finalmente, de calidad, porque
la enseñanza tiene una enorme importancia para la vida del futuro adulto y para
el desarrollo de los pueblos. Pero la calidad no ha de basarse en el principio
de la competitividad. Éste es un error en el que se incurre en los tiempos
actuales, dominados por la globalización neoliberal: considerar la
competitividad como la panacea del progreso. La competitividad es la aplicación
(o continuidad) entre los seres humanos de la ley de la ‘selección natural’ o
‘ley del más fuerte’. Es decir, es la lucha entre unos y otros, no sólo por la
supervivencia como en el caso de los animales irracionales, sino, en nuestro
caso y muy a menudo, por acaparar bienes inmensos dejando a otros desprovistos
de lo más elemental. Es precisamente a través de la cultura que proporciona la
educación como el hombre puede superar este estadio primitivo para comportarse
según principios de solidaridad, cooperación, responsabilidad, deberes,
derechos, etcétera, o, dicho de otro modo, es por ese camino por donde hay que
circular para avanzar hacia la democracia.
Gijón, 20-4-2001
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