La muerte de Adolfo Suárez, sin
duda la figura más destacada de la Transición española, debe servirnos en primer
lugar para manifestar nuestro reconocimiento hacia su persona por los extraordinarios
servicios prestados a la nación. Pero resulta también obligado hacer un balance
de lo ocurrido en aquél crítico momento histórico y su posterior evolución.
Viví la Transición sintiendo la
emoción del cambio, no sólo en su faceta dramática –hubo cerca de 600 muertos-,
sino también en su dimensión esperanzadora. Era la esperanza que iluminaba los
corazones de miles de españoles en aquellos días. La esperanza de que, al fin,
salíamos del túnel del tiempo y avanzábamos hacia la democracia. Una democracia
que veíamos con sana envidia en los países europeos y que les había conducido
al Estado de bienestar y las libertades de las que aquí carecíamos por
completo. Sentíamos los españoles que íbamos a pasar de ser súbditos a ser
ciudadanos, con libertad, por tanto, para participar en la vida pública y
lograr mayores cotas de bienestar, justicia social y felicidad.
Pero, hoy, 30 años más tarde,
constatamos que aquellas expectativas se convierten en fracaso y frustración.
La democracia se jibaraza hasta casi desaparecer. En los años que sucedieron a la Transición no hemos
sabido aprovechar y desarrollar la ingente labor que los españoles de entonces,
con Suárez a la cabeza, pusimos en marcha. La conclusión que podemos sacar es
que la democracia hay que conquistarla día a día; de lo contrario, se pierde.
Gijón, 25-3-2014
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