“Los hombres en general juzgan
más por los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver, pero palpar a
pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres, y esos pocos
no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la
autoridad del Estado para defenderlos. Además, en las acciones de todos los
hombres, y especialmente de los príncipes, donde no hay tribunal al que
recurrir, se atiende al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su
Estado y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos,
pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de
las cosas. En el mundo no hay más que vulgo”. Lo que antecede no es mío, ni
siquiera pertenece a nuestra época. Lo escribió Maquiavelo en el siglo XVI,
pero no deja de sorprender su actualidad. Basta sustituir la palabra
‘príncipes’ por ‘mercados’ para que el encaje sea perfecto.
A estas inquietantes reflexiones
de Maquiavelo se pueden añadir otras no menos atinadas. Para este pensador, el
lenguaje retórico por excelencia es el lenguaje religioso, pues ningún otro
tiene la capacidad de seducir que él tiene, siendo además capaz de llegar a
todo el mundo, aunque deberá adaptarse a las gentes a las que va destinado.
Pero incluso las personas y los pueblos más cultos están sometidos a su
embrujo: “Al pueblo de Florencia nadie le llamará ignorante ni rudo y sin
embargo fray Giloramo Savonarola lo persuadió de que hablaba con Dios”. Como se
ve, nada nuevo bajo el sol.
Gijón, 23-3-2012
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