El suicidio de un adolescente,
víctima de los malos tratos de sus perversos compañeros, ha destapado una
realidad preocupante: la violencia de los menores en los colegios. Sin duda,
habrá que buscar soluciones para combatir esa lacra, pero no podemos olvidar
otra violencia infinitamente mayor: la violencia de los mayores, de los
adultos. Se manifiesta ésta de múltiples maneras, desde el machismo, hasta las
endémicas guerras, la violencia por antonomasia, con miles de víctimas
inocentes.
Es necesario preguntarse por la
raíz de tal violencia, tan antigua como el hombre. En realidad, a lo largo de
la historia el ser humano no ha dejado de hacerse tales preguntas y a estas
alturas de comienzos del siglo XXI hay ya respuestas suficientes como para
identificar la naturaleza del mal y las soluciones aplicables.
Éstas pasan por el desarrollo de
la democracia. Se me dirá que ya estamos en la democracia y que los problemas
no sólo no se solucionan, sino que se agudizan. Pero éste es un argumento
tramposo, porque la democracia es, como se sabe (o se debería saber), una
utopía, es decir, una referencia que permite orientarnos. Condición
indispensable para alcanzar esa utopía es la cultura, que define la propia
naturaleza de la democracia, cultura que brilla por su ausencia en las actuales
sociedades. La democracia no es un regalo de la naturaleza, sino que hay que
conquistarla día a día, y esa conquista pasa por que haya fuerzas sociales que
luchen por ella.
Finalmente, hay que recordar que
vivimos en un nuevo orden internacional que sucedió al pasado equilibrio de
bloques (la guerra fría). Se llama neoliberalismo y se caracteriza por la
exaltación, hasta el paroxismo, de la economía de mercado, es decir, el
capitalismo. Este sistema será muy útil para producir riqueza, pero nefasto a
la hora de repartirla y en la opinión de muchos expertos se encuentra en las
antípodas de la utopía democrática a la que me refería antes.
Gijón, 19-10-2004
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