Existe una contradicción
evidente entre los valores democráticos y los religiosos (me refiero a los que
defiende la Iglesia
oficial). Se manifiesta de la siguiente manera:
En una democracia la convivencia
se establece en base al diálogo y la búsqueda del entendimiento y el consenso
entre los ciudadanos. No se puede establecer el diálogo en base a verdades
absolutas (dogmas). El diálogo sólo es posible cuando se fundamenta en la
razón, el conocimiento, la experiencia, la ciencia, etcétera.
En una democracia el poder (por
tanto la palabra, las ideas, las opiniones) reside en el pueblo, es decir, en
la base, delegando este poder a determinadas personas que lo ejercen en su
nombre. En la Iglesia
el poder, las ideas (preceptos en este caso) circulan en sentido inverso: de la
cúspide (en la que sitúan al mismo Dios, lo absoluto) a la base. Los miembros
de la Iglesia
son súbditos que acatan, no ciudadanos que debaten. Sus dirigentes (el clero)
no se eligen, se imponen. La falta de democracia llega a tales extremos que se
discrimina a la mujer.
Estas contradicciones son
fáciles de verificar si contemplamos la historia. La democracia se desarrolló
en occidente cuando la religión dejó de ejercer un papel preponderante en la
sociedad (en España hubo que esperar hasta ¡1978!).
Finalmente, en la actualidad se
comprueba cómo la violencia en las distintas áreas del mundo está en razón
directa al grado de influencia de las religiones en sus sociedades. Véase el
islamismo en algunos países árabes o el fundamentalismo religioso de la Administración de
Bush.
La conclusión lógica que se
deriva de esto es que en una democracia la religión ha de ocupar el espacio
privado en la vida de las personas, tal como defienden muchos partidos
políticos, no el público.
Gijón, 4-11-2004
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