(Escrito aportado al movimiento
15-M de Gijón. 2011)
Me llamo Juan y soy un
indignado. Como tengo una edad con más pasado que futuro, estoy indignado desde
hace bastantes años. Se me ocurre contar públicamente las causas de mi indignación,
porque, tal vez, aporte con ello algo de luz para comprender mejor el por qué
esta democracia no es real.
Ante todo, decir que soy reacio
a hablar en primera persona por dos motivos: porque no me gustan los
protagonismos y porque mi vida carece de gestas o hechos de relevancia. Pero,
quizá, ahí resida el principal interés: conocer qué es lo que ha llevado a un
ciudadano común, de la calle, a declararse indignado y a sumarse al movimiento
del 15-M.
El motivo principal es que me
considero un frustrado. No en mi vida privada, pues en ese terreno he
conseguido más o menos lo que me he propuesto, sino en mi vida pública. Estoy
frustrado como ciudadano, como demócrata. Son las causas de esa frustración las
que pretendo narrar.
Me tocó vivir uno de los
momentos históricos más interesantes por los que atraviesan ocasionalmente los
pueblos. Me refiero a la
Transición española ocurrida a la muerte del dictador. Tenía
entonces 27 años y era, por tanto, una persona físicamente adulta, pero también
políticamente consciente, por lo que viví aquel acontecimiento intensamente,
sintiendo la emoción del cambio, no solo en su faceta dramática –hubo más de
600 muertos- sino en su dimensión esperanzadora. Efectivamente, era la
esperanza la que iluminaba los corazones de miles de españoles en aquellos
días. La esperanza de que, al fin, salíamos del túnel del tiempo y avanzábamos
hacia la ansiada democracia. Una democracia que veíamos con sana envidia en los
países europeos y que les había conducido hacia el Estado de bienestar y de las
libertades de las que aquí carecíamos por completo. Sentíamos los españoles que
íbamos a pasar de ser súbditos a ser ciudadanos, con libertad, por tanto, para
participar en la vida pública y lograr así mayores cotas de bienestar, justicia
social y felicidad.
Recuerdo que en las segundas
elecciones sindicales celebradas en la nueva andadura, allá por el año 80 o 81,
fui elegido delegado sindical por CC OO en mi empresa. Al fin podía ejercer
plenamente mis derechos en un ámbito tan importante en la vida de las personas
como es el laboral. Recuerdo cómo realizábamos reuniones entre los trabajadores
y entre éstos y los directivos para tratar en común, vía diálogo, los problemas
que nos afectaban a fin de buscar entre todos las mejores soluciones.
Democracia participativa, al fin.
Esta situación duró poco. La
crisis del petróleo, que asoló a Europa en los 70 llegó a España con retraso,
de manera que a principios de los 80 se produjo el cierre de muchas empresas.
La mía fue una de ellas por lo que, durante aproximadamente un año, viví la
lucha dramática para tratar de impedir lo que al final ocurrió: el cierre y
quedar todos en la calle. Esta experiencia fue particularmente penosa. Recuerdo
con tristeza entre otras cosas el enfrentamiento entre compañeros porque no
lográbamos ponernos de acuerdo sobre las medidas a tomar. Esta experiencia
reforzó mi convicción de que necesitábamos conocer mejor el mundo en el que
vivíamos, es decir, para entendernos necesitábamos más cultura.
A partir del año 82 inicié un
periodo de precariedad laboral que duró hasta el 2000. Contratos basura,
jornadas de 10 horas, despidos por finalización del contrato sin indemnización,
despidos de un día para otro por el capricho del empresario, periodos de paro,
juicios laborales, etcétera. Por supuesto, sin ninguna posibilidad de ejercer
mi derecho de participación sindical. Había sido convertido en una mercancía
más del mercado y se me trataba y valoraba como tal.
En este largo periodo observé
cómo la conciencia política de los trabajadores que, de aquella, llamábamos
conciencia de clase, si bien nunca había sido muy grande, se iba perdiendo cada
vez más. Los trabajadores aceptábamos la nueva situación, no solo con
resignación, sino incluso considerándola más justa. Tenías trabajo en la medida
en que fueses rentable a la empresa, en la medida que fueses competitivo. El
artículo 35 de nuestra Constitución, que define el trabajo como derecho y deber
de los españoles se había volatilizado; es como si no existiera.
Un golpe de fortuna me permitió
entrar en una gran empresa asturiana con contrato fijo. Pude observar entonces
que había al menos dos clases de trabajadores (descontando a los parados): los
precarios y los fijos. Aquellos sin derechos y en condiciones penosas; éstos
con derechos y condiciones dignas. Observé también que la mayoría de estos
trabajadores disfrutaban de su mejor situación, ignorando la de sus otros
hermanos, los precarios. El individualismo, la insolidaridad, el sálvese quien
pueda, habían tomado carta de naturaleza.
Para mí personalmente fueron,
como dije, circunstancias favorables que me permitieron beneficiarme del
llamado ‘contrato relevo’ y prejubilarme a los 60 años, lo que me hace
constatar que el Estado de bienestar existe para unos, pero no para otros.
Respecto a mi experiencia en el
mundo de la política, tampoco fue particularmente gratificante. Ante la
imposibilidad de participar como ciudadano en el ámbito laboral, intenté
hacerlo en el ámbito político, así que, en los 90, me afilié a Izquierda Unida.
Recuerdo que me animaron a ello los discursos de Julio Anguita, por entonces
Coordinador General de IU. Efectivamente, Anguita decía que su organización era
diferente a las demás porque allí había democracia, ya que la política la
elaboraba la base, es decir, eran los militantes los que, junto a los
simpatizantes, elaboraban el programa en diálogo permanente (el famoso
programa, programa, programa de Anguita), el documento básico que permitía la
acción política transformadora. Consecuentemente con esta idea, recogida además
en los estatutos de la organización, existían espacios físicos en donde debían
desarrollarse los debates. Eran las llamadas Áreas de Elaboración Colectiva (de
cultura, de economía, de política, de educación, etcétera).
Así que, cuando entré en esa
organización política, el panorama parecía esperanzador. Me faltaron apenas
unos meses para comprobar que aquello sólo era un montaje. No había ni diálogo
ni debates dignos de ser tenidos como tales; las áreas no se reunían y, si lo
hacían, era por mero formulismo. La política la elaboraban grupos de dirigentes
o allegados, que se reunían ni se sabe donde y que para más INRI estaban
enfrentados. Me pasé cinco años tratando de hacer ver a todo aquél que me
quisiese oír lo incoherente de la situación; no encontré a nadie que se hiciese
eco de mis planteamientos, así que, harto de la situación, me marché y dije que
a IU nunca más.
Traté, posteriormente, de
incorporarme a alguno de los centenares de grupos o asociaciones de todo tipo
que pululan por todas partes ofreciendo una variadísima gama de actividades
políticas –ecologistas, feministas, bablistas, defensores de la salud,
plataformas en defensa de esto y aquello, etcétera (las ONGs las descarté
porque me parecía que no hacían política sino caridad)-. Me encontré con que, o
hablaba de lo que ellos querían, de su tema específico, o me ignoraban. Por
supuesto, la más pequeña crítica a su
actividad era rechazada visceralmente. ¿Cómo me atrevía yo, un don nadie, criticar
el esfuerzo que, de manera tan altruista, realizaban aquellas personas? Total,
que terminé recluyéndome en casa a rumiar mi indignación y mi impotencia que
crecían a la par que me informaba de lo que pasaba en el mundo.
Por todo ello, hace ya años que
he llegado a la conclusión de que la democracia que hemos establecido en la Transición no es una
democracia real, es una democracia formal porque tiene los mecanismos, la
estructura necesaria para funcionar (Constitución, Parlamento, partidos
políticos, sindicatos, división de poderes, etcétera), pero está vacía de
contenido; le faltan ciudadanos que ejerzan de tales. Y no ejercemos de tales
porque, en mi opinión, carecemos de la cultura y la ética democráticas que se necesitan.
Se impuso el ‘pensamiento único’ propio del neoliberalismo que domina el mundo.
De ahí que me sume al movimiento del 15-M que reclama ‘¡Democracia real ya!’;
de ahí, también, que considere que el objetivo de este movimiento sea conocer,
practicar y dar a conocer la democracia real.
En la época de la Transición creía en la
democracia. Hoy sigo creyendo en ella con la misma intensidad y tengo aún más
claro en qué consiste. Hago mía la definición que hace de la misma Carlos
Fernández Liria en su libro ‘Educación para la ciudadanía’: “la democracia
consiste en un espacio vacío donde se reúnen los ciudadanos para dialogar, es
decir, razonar, argumentar y llegar a acuerdos”. Por espacio vacío se entiende
que nadie en particular lo ocupa, nadie tiene el monopolio de la palabra. Por
otra parte, el diálogo, para que sea eficaz, tiene que estar presidido por la
razón y ha de basarse en argumentos, quedando excluidas las opiniones y las
creencias que, al ser subjetivas y parciales, no sirven para conocer la verdad.
El mecanismo que permite diferenciar entre razonamiento objetivo y la opinión
subjetiva es la cultura. A mayor cultura, más capacidad para argumentar
racionalmente y, por tanto, más capacidad para entendernos.
Finalmente, a la cultura se
accede principalmente por la lectura y el estudio, de ahí que haya que retomar
la máxima de los ilustrados (que cambiaron el mundo, no lo olvidemos):
“Atrévete a saber”.
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