martes, 19 de agosto de 2014

Las razones de un indignado

(Escrito aportado al movimiento 15-M de Gijón. 2011)

Me llamo Juan y soy un indignado. Como tengo una edad con más pasado que futuro, estoy indignado desde hace bastantes años. Se me ocurre contar públicamente las causas de mi indignación, porque, tal vez, aporte con ello algo de luz para comprender mejor el por qué esta democracia no es real.
Ante todo, decir que soy reacio a hablar en primera persona por dos motivos: porque no me gustan los protagonismos y porque mi vida carece de gestas o hechos de relevancia. Pero, quizá, ahí resida el principal interés: conocer qué es lo que ha llevado a un ciudadano común, de la calle, a declararse indignado y a sumarse al movimiento del 15-M.
El motivo principal es que me considero un frustrado. No en mi vida privada, pues en ese terreno he conseguido más o menos lo que me he propuesto, sino en mi vida pública. Estoy frustrado como ciudadano, como demócrata. Son las causas de esa frustración las que pretendo narrar.
Me tocó vivir uno de los momentos históricos más interesantes por los que atraviesan ocasionalmente los pueblos. Me refiero a la Transición española ocurrida a la muerte del dictador. Tenía entonces 27 años y era, por tanto, una persona físicamente adulta, pero también políticamente consciente, por lo que viví aquel acontecimiento intensamente, sintiendo la emoción del cambio, no solo en su faceta dramática –hubo más de 600 muertos- sino en su dimensión esperanzadora. Efectivamente, era la esperanza la que iluminaba los corazones de miles de españoles en aquellos días. La esperanza de que, al fin, salíamos del túnel del tiempo y avanzábamos hacia la ansiada democracia. Una democracia que veíamos con sana envidia en los países europeos y que les había conducido hacia el Estado de bienestar y de las libertades de las que aquí carecíamos por completo. Sentíamos los españoles que íbamos a pasar de ser súbditos a ser ciudadanos, con libertad, por tanto, para participar en la vida pública y lograr así mayores cotas de bienestar, justicia social y felicidad.
Recuerdo que en las segundas elecciones sindicales celebradas en la nueva andadura, allá por el año 80 o 81, fui elegido delegado sindical por CC OO en mi empresa. Al fin podía ejercer plenamente mis derechos en un ámbito tan importante en la vida de las personas como es el laboral. Recuerdo cómo realizábamos reuniones entre los trabajadores y entre éstos y los directivos para tratar en común, vía diálogo, los problemas que nos afectaban a fin de buscar entre todos las mejores soluciones. Democracia participativa, al fin.
Esta situación duró poco. La crisis del petróleo, que asoló a Europa en los 70 llegó a España con retraso, de manera que a principios de los 80 se produjo el cierre de muchas empresas. La mía fue una de ellas por lo que, durante aproximadamente un año, viví la lucha dramática para tratar de impedir lo que al final ocurrió: el cierre y quedar todos en la calle. Esta experiencia fue particularmente penosa. Recuerdo con tristeza entre otras cosas el enfrentamiento entre compañeros porque no lográbamos ponernos de acuerdo sobre las medidas a tomar. Esta experiencia reforzó mi convicción de que necesitábamos conocer mejor el mundo en el que vivíamos, es decir, para entendernos necesitábamos más cultura.
A partir del año 82 inicié un periodo de precariedad laboral que duró hasta el 2000. Contratos basura, jornadas de 10 horas, despidos por finalización del contrato sin indemnización, despidos de un día para otro por el capricho del empresario, periodos de paro, juicios laborales, etcétera. Por supuesto, sin ninguna posibilidad de ejercer mi derecho de participación sindical. Había sido convertido en una mercancía más del mercado y se me trataba y valoraba como tal.
En este largo periodo observé cómo la conciencia política de los trabajadores que, de aquella, llamábamos conciencia de clase, si bien nunca había sido muy grande, se iba perdiendo cada vez más. Los trabajadores aceptábamos la nueva situación, no solo con resignación, sino incluso considerándola más justa. Tenías trabajo en la medida en que fueses rentable a la empresa, en la medida que fueses competitivo. El artículo 35 de nuestra Constitución, que define el trabajo como derecho y deber de los españoles se había volatilizado; es como si no existiera.
Un golpe de fortuna me permitió entrar en una gran empresa asturiana con contrato fijo. Pude observar entonces que había al menos dos clases de trabajadores (descontando a los parados): los precarios y los fijos. Aquellos sin derechos y en condiciones penosas; éstos con derechos y condiciones dignas. Observé también que la mayoría de estos trabajadores disfrutaban de su mejor situación, ignorando la de sus otros hermanos, los precarios. El individualismo, la insolidaridad, el sálvese quien pueda, habían tomado carta de naturaleza.
Para mí personalmente fueron, como dije, circunstancias favorables que me permitieron beneficiarme del llamado ‘contrato relevo’ y prejubilarme a los 60 años, lo que me hace constatar que el Estado de bienestar existe para unos, pero no para otros.
Respecto a mi experiencia en el mundo de la política, tampoco fue particularmente gratificante. Ante la imposibilidad de participar como ciudadano en el ámbito laboral, intenté hacerlo en el ámbito político, así que, en los 90, me afilié a Izquierda Unida. Recuerdo que me animaron a ello los discursos de Julio Anguita, por entonces Coordinador General de IU. Efectivamente, Anguita decía que su organización era diferente a las demás porque allí había democracia, ya que la política la elaboraba la base, es decir, eran los militantes los que, junto a los simpatizantes, elaboraban el programa en diálogo permanente (el famoso programa, programa, programa de Anguita), el documento básico que permitía la acción política transformadora. Consecuentemente con esta idea, recogida además en los estatutos de la organización, existían espacios físicos en donde debían desarrollarse los debates. Eran las llamadas Áreas de Elaboración Colectiva (de cultura, de economía, de política, de educación, etcétera).
Así que, cuando entré en esa organización política, el panorama parecía esperanzador. Me faltaron apenas unos meses para comprobar que aquello sólo era un montaje. No había ni diálogo ni debates dignos de ser tenidos como tales; las áreas no se reunían y, si lo hacían, era por mero formulismo. La política la elaboraban grupos de dirigentes o allegados, que se reunían ni se sabe donde y que para más INRI estaban enfrentados. Me pasé cinco años tratando de hacer ver a todo aquél que me quisiese oír lo incoherente de la situación; no encontré a nadie que se hiciese eco de mis planteamientos, así que, harto de la situación, me marché y dije que a IU nunca más.
Traté, posteriormente, de incorporarme a alguno de los centenares de grupos o asociaciones de todo tipo que pululan por todas partes ofreciendo una variadísima gama de actividades políticas –ecologistas, feministas, bablistas, defensores de la salud, plataformas en defensa de esto y aquello, etcétera (las ONGs las descarté porque me parecía que no hacían política sino caridad)-. Me encontré con que, o hablaba de lo que ellos querían, de su tema específico, o me ignoraban. Por supuesto, la más pequeña crítica  a su actividad era rechazada visceralmente. ¿Cómo me atrevía yo, un don nadie, criticar el esfuerzo que, de manera tan altruista, realizaban aquellas personas? Total, que terminé recluyéndome en casa a rumiar mi indignación y mi impotencia que crecían a la par que me informaba de lo que pasaba en el mundo.
Por todo ello, hace ya años que he llegado a la conclusión de que la democracia que hemos establecido en la Transición no es una democracia real, es una democracia formal porque tiene los mecanismos, la estructura necesaria para funcionar (Constitución, Parlamento, partidos políticos, sindicatos, división de poderes, etcétera), pero está vacía de contenido; le faltan ciudadanos que ejerzan de tales. Y no ejercemos de tales porque, en mi opinión, carecemos de la cultura y la ética democráticas que se necesitan. Se impuso el ‘pensamiento único’ propio del neoliberalismo que domina el mundo. De ahí que me sume al movimiento del 15-M que reclama ‘¡Democracia real ya!’; de ahí, también, que considere que el objetivo de este movimiento sea conocer, practicar y dar a conocer la democracia real.
En la época de la Transición creía en la democracia. Hoy sigo creyendo en ella con la misma intensidad y tengo aún más claro en qué consiste. Hago mía la definición que hace de la misma Carlos Fernández Liria en su libro ‘Educación para la ciudadanía’: “la democracia consiste en un espacio vacío donde se reúnen los ciudadanos para dialogar, es decir, razonar, argumentar y llegar a acuerdos”. Por espacio vacío se entiende que nadie en particular lo ocupa, nadie tiene el monopolio de la palabra. Por otra parte, el diálogo, para que sea eficaz, tiene que estar presidido por la razón y ha de basarse en argumentos, quedando excluidas las opiniones y las creencias que, al ser subjetivas y parciales, no sirven para conocer la verdad. El mecanismo que permite diferenciar entre razonamiento objetivo y la opinión subjetiva es la cultura. A mayor cultura, más capacidad para argumentar racionalmente y, por tanto, más capacidad para entendernos.

Finalmente, a la cultura se accede principalmente por la lectura y el estudio, de ahí que haya que retomar la máxima de los ilustrados (que cambiaron el mundo, no lo olvidemos): “Atrévete a saber”.

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