Tengo un vecino que está
consternado y enfurecido a la vez. ¿La razón? No se trata de motivos que, en
principio, pudieran parecer obvios como, por ejemplo, el hecho de que las 356
familias más ricas del mundo acumulan más riqueza que lo que ingresa anualmente
el 40% de la humanidad; o que, de mantenerse el ritmo de destrucción del
ecosistema que siguen los países del primer mundo, acabaremos con la Tierra en cuestión de
décadas; o las guerras que siempre son injustas porque mueren inocentes; o el
drama de la inmigración clandestina; o el paro y la precariedad que no cesan; o
la exclusión en general; o, mismamente, la incapacidad que muestra Europa para
hacer valer su extraordinaria experiencia histórica y servir así de guía para
lograr el avance de la humanidad hacia mayores cotas de progreso y paz; o el
deterioro de la democracia, etcétera.
No, el motivo de su desolación
es el sexo. Pero no el propio, que en ese sentido, y según parece, sigue fielmente
los preceptos que le dicta determinada religión, sino el de los demás.
Considera que los ciudadanos se apartan de los fines para los que la naturaleza
les dotó y que no son otros, según él, que los de conservar la especie. Dicho
de otro modo, le enfurece que la mayoría de las personas utilicen el sexo,
además de para procrear, para obtener satisfacción o intercambiar sentimientos
y afecto. Y este comportamiento está sancionado por las leyes, se lamenta.
Me parece que mi vecino está en
su derecho a preocuparse por lo que le venga en gana, pero no puedo menos que
pensar que yo vivo en un mundo muy diferente del suyo.
Gijón, 7-7-2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario