Con la
llegada del 25-M muchos ciudadanos creímos que, al fin, íbamos a sentirnos
aliviados de la pesadilla que suponen las campañas electorales, en donde los
políticos, en general, exhiben sin pudor sus peores maneras. Sin embargo, esta
vez vemos con horror que el asunto no se detiene y, con motivo del escándalo
político de la comunidad de Madrid, el bronco enfrentamiento se encona sin fin.
Este problema
que hemos asumido como una molestia más que nos imponen los tiempos tiene más
calado del que parece. Produce una pérdida de confianza en la política como
medio para resolver los problemas de forma colectiva y acentúa el
individualismo y el darwinismo social que nos caracteriza.
Todos
criticamos a los políticos, pero no caemos en la cuenta de que son el reflejo
de la sociedad en la que vivimos. Se puede decir aquello de que tenemos los
políticos que nos merecemos. Por eso conviene, en este caso, sustituir la crítica
por la autocrítica. Quizá, entonces, reparemos en que son el producto más
elaborado de lo que se llama el centro político, que es, como se sabe, el
espacio donde se sitúan la gran mayoría de los ciudadanos pertenecientes a la
clase media, más o menos acomodada y cuya máxima preocupación es mantener lo
mucho o lo poco que tienen y, a poder ser, acrecentarlo (el economista John
Kenneth Galbraith describe magistralmente este colectivo en su libro “La
cultura de la satisfacción). Pero existe el sentimiento de que eso es bueno.
¿Dónde está, pues, el fallo? En mi opinión el fallo está en que tomamos mal la
referencia política. Ésta no debe ser el centro moderado, políticamente
correcto y desideologizado, sino que la referencia ha de ser la democracia como
modelo utópico de convivencia. La actitud entonces no pasa por desentenderse de
la política, sino, todo lo contrario, supone un compromiso radical con ella,
desde el convencimiento de que solamente a través de la política podremos
alcanzar un mundo en el que impere la justicia social y, por tanto, la paz.
Gijón,
20-6-2003
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